Los cien primeros días del pontificado del papa Francisco arrojan un balance tan claro como elemental: lo esencial es practicar el Evangelio. Y en ese mensaje ha empeñado todo su esfuerzo un sacerdote argentino de apellido Bergoglio, que viene por vocación, compromiso y entrega de un mundo de solidaridad con el prójimo oprimido como figura clave y central en el Evangelio entero. Es su 'chip' de pastor.
Tiene mucho mas que claro este Papa que la Iglesia no debe pasivamente esperar el acercamiento de la gente sino ir a su encuentro como herramienta de esperanza en este valle de lágrimas, donde el alma debe perfeccionarse a través del sufrimiento físico y moral. Es el prójimo quien necesita ahí de nuestra ayuda y compañía en los momentos más bajos. "Venid a mi todos los que os sentís agobiados que yo os aliviaré", dicen que dijo Jesús. Pues precisamente de eso se trata, de aliviar entre todos sin interferir el proceso de perfección.
Mucha más gente de la que imaginamos tiene una necesidad imperiosa de Dios y no solo los que parecen endemoniados. La verdad es más fuerte que la mente y su búsqueda mueve al ser humano durante toda su existencia para trascender a la vida física y la materia corruptible. Si el hombre es ser emocional en un plano, en el otro es religioso y/o espiritual, como dos caras de una misma hoja, en la confianza de esa trascendencia y alivio eterno.
La virtualidad de este Papa, sensible a la teología de la liberación por proximidad geográfica y formación jesuítica, es que introducirá de lleno, si puede, a la Iglesia Católica en el siglo XXI sin renunciar a la esencia doctrinal pero proyectando esa doctrina en un plano práctico y sumamente evangélico, tal como se deduce del seguimiento de sus homilías y reflexiones diarias en la capilla de la Casa Santa Marta, donde actualmente reside dentro del Vaticano y suele oficiar casi en privado la Misa.
Esa proyección evangélica también alcanzará de lleno, por pura coherencia, a la organización vaticana para mantenerla en sintonía con el mensaje bíblico. No parece temblarle la mano a Francisco en las primeras decisiones tomadas en ese sentido, desde su concepto de colegialidad con responsabilidad y autoridad personal del propio Papa. De ahí su intención de implicar de lleno al Sínodo de los Obispos, como descendientes directos de los Apóstoles, en el gobierno y a modo de parlamento informal, con funciones deliberativas y ejecutivas delegadas a la vez.
La labor por hacer que tanto aterró a Benedicto XVI y su inteligencia y humildad para reconocer su impotencia y su falta de fuerzas para una tarea de pura supervivencia de la Iglesia Católica, es lo que trajo a este Papa, hoy en pleno ejercicio de calentamiento de cara a los retos del otoño. La Curia vaticana espera y necesita reformas de fondo que le devuelvan a sus tiempos de esplendor conciliar por la visión de futuro de Juan XXIII para abrir una era y la finura diplomática de Pablo VI para avanzar tras las conclusiones.
Se trata, pues, igualmente de retomar con matices procesos postconciliares interrumpidos y/o insuficientes, barrer la podredumbre escondida y volver a situar el mensaje evangélico en el centro de la acción apostólica de todos los miembros de la Iglesia Católica, que también necesita desarrollar el ecumenismo y el diálogo interreligioso, en el sentido de recuperar entre todos los valores morales perdidos por el ser humano a manos de doctrinas materialistas imperantes por doquier y causantes de tanta infelicidad y angustia entre nosotros.
Sin perjuicio de volver a resituar a los seglares en su labor evangelizadora, impulsar a la iglesia diocesana allá donde lo necesite y utilizar a las órdenes religiosas como verdadero ariete y motor del cambio estratégico de fondo, Francisco implementará, en lo posible, el modo de actuar ignaciano haciendo primar la espiritualidad por encima de la religiosidad, siempre el fondo sobre la forma.
Y ahí marcará la diferencia o fracasará en su intento si finalmente la estructura es más fuerte que la inspiración del Espíritu Santo a los cardenales del último cónclave, como parece sucedió con Juan Pablo I y su muy breve pontificado de vocación sumamente regeneradora pero nonata.
(*) Editor de El Observador Vaticano
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