MADRID.- La Unión Europea es un proyecto político único en su especie. Tanto es 
así que para muchos su modelo institucional no siempre resulta sencillo 
de entender. Explicamos brevemente cuáles son y cómo funcionan las 
principales instituciones europeas y qué perspectivas de futuro presenta
 la principal organización internacional del Viejo Continente, relata https://elordenmundial.com.
Señalaba Henri Brugmans, uno de los 
padres intelectuales de la Unión Europea, que en un proyecto como Europa
 únicamente los visionarios son realistas. Y, efectivamente, a tenor del
 trasfondo histórico de sus palabras y de la complejidad de la 
reconstrucción y reconciliación europea que se avecinaba tras el final 
de la Segunda Guerra Mundial, podría parecer descabellado soñar con algo
 lejanamente parecido a una unión de los pueblos de Europa. Por ello, 
para impulsar una iniciativa de este calibre hicieron falta al menos dos
 grandes ingredientes políticos: pragmatismo y creatividad. 
El primer elemento lo ofreció la Declaración Schuman de 1950
 y sus ya célebres tesis funcionalistas: “Europa no se hará de golpe, 
sino mediante realizaciones concretas que den lugar a solidaridades de 
hecho”. El segundo, más ambicioso si cabe, lo planteó Jean Monnet al 
introducir la idea de supranacionalidad en un contexto todavía marcado 
por los debates del Congreso de La Haya de 1948. En este congreso se dieron cita los partidarios de una Europa federal, herederos del Manifiesto Ventotene de 1941 y del espíritu del primer ministro británico Winston Churchill en su célebre discurso de Zúrich en 1946,
 y los unionistas, defensores de una Europa fundada en la cooperación 
soberana de los pueblos. Se libraron intensos debates sobre el futuro 
del continente, hasta el punto de que la tensión entre ambas posturas, 
enfrentadas por los límites de la soberanía nacional, es considerada 
como la raíz de muchos debates que todavía se producen. Pero, ante todo,
 constituiría el origen de la complejidad institucional de la Unión 
Europea del siglo XXI.
El nacimiento del sistema institucional europeo
La originalidad histórica del modelo 
institucional europeo tiene su punto de partida en el hecho de que, 
iniciado como un proceso de paz entre antiguos enemigos, las entonces 
Comunidades Europeas se irían convirtiendo con el tiempo en algo más que
 una organización internacional y en algo menos que un Estado nacional 
clásico. Efectivamente, el sistema institucional comunitario nace en el 
Tratado de París de 1951 como un intento de reconciliar el continente 
gracias al establecimiento de una Comunidad Económica del Carbón y del Acero (CECA) para gestionar bajo una autoridad supranacional la cuenca del Ruhr, epicentro de diversos enfrentamientos franco-alemanes
 desde el siglo XIX hasta la Segunda Guerra Mundial. A partir de ahí, se
 desarrollarían nuevas piezas en este incipiente entramado institucional
 con la adopción del Tratado de Roma en 1958 y la consiguiente creación 
de las Comunidades Económicas Europeas y Euratom
 —la Comunidad Europea de la Energía Atómica—, cuyas direcciones se 
fusionaron posteriormente con la de la CECA en el Tratado de Bruselas de
 1965. Se formaba así el antecedente directo de la actual Unión Europea.
El panorama institucional iba 
haciéndose, de esta forma, poco a poco más complejo. Pero La Haya seguía
 omnipresente: a principios de los años 60, países recelosos del 
proyecto supranacional comunitario —caso clásico del Reino Unido—
 trataban de articular, sin demasiado éxito, un espacio soberano de 
libre comercio alternativo a las Comunidades Europeas conocido como Asociación Europea de Libre Comercio
 (AELC o EFTA). Tampoco todos los miembros del proyecto europeo eran 
necesariamente partidarios de las renuncias a la soberanía, como mostró 
el rechazo del presidente francés Charles de Gaulle al Plan Pleven y la Comunidad Europea de Defensa o la crisis de la silla vacía de 1966.
 Pese a ello, las instituciones europeas siguieron evolucionando en los 
años 70 y 80 creando nuevas estructuras, integrando nuevas ampliaciones 
—incluida, paradójicamente, la del Reino Unido— y ajustándose 
institucionalmente al siempre delicado equilibrio entre órganos 
supranacionales e intergubernamentales. 
Los años 90 y principios de los 2000 
fueron una época de bonanza para el espíritu federalista. Pese a que las
 ampliaciones suponían un reto para continuar profundizando la 
integración europea, la comunitarización de competencias no hizo sino 
aumentar gracias a la aplicación del Acuerdo de Schengen
 en 1990, la adopción del ambicioso Tratado de Maastricht —que, entre 
otras cuestiones, como el reforzamiento de la cooperación en asuntos de 
justicia e interior, permitía el establecimiento en 1993 de una Política Exterior de Seguridad Común
 (PESC)— o la compleción de la última fase de la Unión Económica y 
Monetaria con la entrada en vigor del euro en 2002, cuyo control 
recaería desde entonces de forma exclusiva en el Banco Central Europeo. 
El pulso entre las dos almas europeas, la intergubernamental y la 
federalista, parecía comenzar a decantarse lenta, pero imparablemente, 
del lado de esta última. Ello pese a que los tratados de Ámsterdam 
(1999) y Niza (2001) fueran relativamente modestos en lo que a la 
profundización de competencias se refiere, lo que se explica en parte 
por la necesidad de hacer frente al reto de las inminentes ampliaciones hacia el este de 2004 y 2007, las mayores de la Historia de la integración europea.
Sin embargo, el fracaso del Tratado Constitucional de 2005 tras el rechazo en referéndum popular de Francia y Países Bajos
 pronto se mostró como el preámbulo hacia un cambio de tendencia en el 
continente. Esto no fue óbice para que se aprobase en 2007 el Tratado de
 Lisboa —en vigor desde 2009—, pero sin duda constituyó un aviso de que 
la época dorada del europeísmo federalista podía estar comenzando a 
llegar a su fin. En la última década, la crisis económica y financiera, los desafíos migratorios, el auge de los nacionalismos o la salida británica del proyecto europeo
 han favorecido una relativa parálisis del proceso reformista 
comunitario. Pese a ello, el Tratado de Lisboa lograría introducir 
algunas novedades importantes en el sistema institucional europeo y 
profundizar las competencias comunitarias. Además, desde un punto de 
vista jurídico, sigue siendo la referencia para entender el sistema 
institucional actual de la UE. 
Las instituciones comunitarias
La UE está formada por siete grandes 
instituciones: la Comisión Europea, el Parlamento Europeo, el Consejo 
Europeo, el Consejo de la Unión Europea, el Banco Central Europeo, el 
Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) y el Tribunal de 
Cuentas. Pero no todas estas instituciones tienen la misma naturaleza. 
Mientras que algunas a veces se catalogan como instituciones comunitarias por no depender directamente de los Estados miembros, otras se suelen considerar intergubernamentales en
 tanto controladas por ellos. Sin embargo, pese a sus diferencias, todas
 las instituciones están en cierto sentido interrelacionadas en un mismo
 engranaje jurídico-político que comparte valores comunes como la 
democracia, la libertad o el Estado de derecho y que puede producir 
normas jurídicamente vinculantes para todos los miembros e 
instituciones, normas que, además, forman un auténtico ordenamiento 
jurídico autónomo sometido a órganos jurisdiccionales europeos propios, 
como el TJUE. Ahora bien, en la actualidad, al hablar de instituciones de origen comunitario, lo habitual es referirse a las dos más relevantes políticamente: el Parlamento Europeo y la Comisión Europea. 
El Parlamento Europeo aspira a ser la encarnación asamblearia del pueblo europeo
 y hoy por hoy, presidido por el italiano Antonio Tajani, del Partido 
Popular Europeo (PPE), tiene como función principal actuar como 
colegislador junto con el Consejo de la Unión Europea en la adopción de 
las distintas leyes comunitarias y aprobar el presupuesto de la UE. Sin 
embargo, el Parlamento también es el órgano que da voz a los ciudadanos 
europeos y busca asegurar una representación adecuada del cuerpo 
electoral de los Estados miembros. Por esta razón, el Parlamento, que 
consta de 751 escaños —cifra que, cuando se consume el brexit, se reducirá a 705—,
 es elegido cada cinco años por la ciudadanía europea. Además, aunque 
iniciativas recientes como la de establecer listas transnacionales o 
paneuropeas para las elecciones de 2019 hayan sido bloqueadas por el momento,
 el hecho de que sus diputados se agrupen por familias ideológicas —como
 el PPE— y no por países de origen muestra a todas luces el espíritu 
supranacional de esta institución y su voluntad de representar los 
intereses y las sensibilidades políticas de 500 millones de habitantes. 
La Comisión Europea, por su parte, está formada por una secretaría, 28 comisarios —aunque desde 2014 está previsto reducir esta cifra a dos tercios del número de Estados miembros para garantizar su supranacionalidad—, una vicepresidenta —la alta representante de la UE, Federica Mogherini, del grupo socialista-demócrata—
 y un presidente, el luxemburgués Jean Claude Juncker (PPE), que dirige 
la institución y fue elegido mediante el novedoso y polémico sistema del
 spitzenkandidat —’candidato principal’—, en
 virtud del cual corresponde a los grupos políticos del Parlamento 
Europeo y no a los Estados miembros proponer a sus candidatos y el más 
votado obtiene el cargo.
 La principal función de la Comisión es dar impulso político a la Unión 
y, en este sentido, dispone de iniciativa ejecutiva, pero ante todo 
legislativa, es decir, puede proponer proyectos de texto normativo que 
posteriormente los colegisladores deberán aprobar, modificar o rechazar 
siguiendo los procedimientos ordinarios o especiales previstos en el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, que, junto al Tratado de la UE, el de Euratom y la Carta de los Derechos Fundamentales de la UE,
 configura el marco jurídico del Derecho originario europeo. Además, la 
Comisión es políticamente responsable ante el Parlamento Europeo, que 
por mayoría de dos tercios puede presentar una moción de censura en su 
contra. 
Las instituciones intergubernamentales
Aunque la Unión Europea tenga por 
definición una vocación supranacional, sus Estados miembros siguen 
gozando de importantes poderes y competencias para marcar el rumbo de la
 organización. Cuando hablamos de instituciones intergubernamentales,
 las más importantes son dos: el Consejo de la Unión Europea y el 
Consejo Europeo. Pero, antes de entrar a analizar muy brevemente qué 
hace cada una, resulta imperativo aclarar previamente que, aunque tengan
 nombres parecidos, ni son lo mismo ni deben confundirse con el Consejo de Europa,
 institución que no forma parte del sistema de la Unión Europea, sino 
que es una organización regional formada por 47 Estados del continente 
europeo en su conjunto —entre ellos, Rusia—.
Hecha esta distinción, hay que comenzar señalando que el Consejo Europeo
 es una institución con sede en Bruselas que reúne a los jefes de Estado
 y de Gobierno de los distintos países que integran la Unión. Desde la 
entrada en vigor del Tratado de Lisboa, dispone además de un presidente 
permanente —actualmente, el polaco Donald Tusk (PPE)—. El Consejo 
Europeo tiene funciones especialmente relevantes en materias 
institucionales, de reforma de los tratados, PESC, gobernanza económica 
de la Unión Económica y Monetaria, cooperación policial y judicial en el
 espacio de libertad, seguridad y justicia o en la adopción del marco financiero plurianual,
 entre otras. Sus decisiones tradicionalmente se han adoptado por 
unanimidad, lo que ralentiza la articulación de posiciones comunes y, a 
cambio, las dota de gran legitimidad, aunque en los últimos años se ha 
flexibilizado este sistema en algunas áreas, como el nombramiento de candidatos para determinados puestos en las instituciones europeas. 
La otra gran institución intergubernamental es el Consejo de la Unión Europea.
 Este órgano, cuya sede también se encuentra en Bruselas, tiene un rango
 fundamentalmente ministerial —aunque cabe destacar las labores de los 
diferentes comités y grupos de trabajo integrados por funcionarios de 
los Estados miembros— y está formado por una presidencia rotatoria que 
le corresponde ejercer de manera semestral a uno de los Estados miembros
 de la Unión —actualmente, Rumanía—, una secretaría y distintas 
formaciones especializadas en asuntos de interés comunitario. Es 
precisamente en esas formaciones donde se reúnen habitualmente los 
ministros de cada materia de los países de la Unión. Por ejemplo, en la 
formación del Ecofin se reúnen los ministros de Economía y Finanzas, en 
el Consejo de Asuntos Exteriores —presidido por la alta representante de
 la UE— lo hacen los ministros de Exterior, y así sucesivamente. Como ya
 se ha adelantado, el Consejo de la UE tiene funciones muy importantes 
en tanto colegislador al mismo nivel —salvo en los procedimientos 
legislativos especiales— que el Parlamento Europeo. Al igual que ocurre 
en tantas otras estructuras comunitarias —véase la figura híbrida de la 
alta representante—, los puentes entre instituciones de inspiración 
comunitaria e intergubernamental son muy recurrentes en la arquitectura 
operativa comunitaria. 
¿De las reformas necesarias a las reformas posibles?
No son pocos los que durante años han
 lamentado, dentro y fuera de Europa, la complejidad para entender los 
entresijos del sistema institucional comunitario. “¿A qué teléfono debo 
llamar si quiero hablar con Europa?”, se preguntaba el entonces 
secretario de Estado de los EE. UU. Henry Kissinger en la década de los 
70 aludiendo a las dificultades para entablar contacto con el complejo 
aparato institucional de las Comunidades Europeas. Aunque hoy ese teléfono ya existe
 gracias a la lenta pero progresiva simplificación institucional de la 
UE y a la creación de figuras como la alta representante para la PESC, 
es cierto que la arquitectura organizativa europea sigue arrastrando un 
aura de incomprensibilidad para numerosos observadores internacionales y
 ciudadanos europeos. Pero la lógica institucional europea es 
simplemente el reflejo de dos almas que históricamente, y pese a sus 
diferencias, han sabido conciliarse, aunque generalmente fuese a golpe 
de crisis. 
Sin embargo, en los últimos años la 
multiplicación y convergencia de crisis económicas, migratorias, 
sociales, políticas y seguritarias de la Unión y sus regiones 
colindantes ha complicado como nunca la profundización del proyecto 
comunitario: desde el de Lisboa no ha habido capacidad política ni 
indicios que apunten a la posibilidad de alumbrar un nuevo tratado que 
permita ahondar en la cesión de soberanía de los Estados a favor de 
instituciones con mayores atribuciones comunitarias. Aunque algunos 
Estados han reivindicado la necesidad de europeizar, por ejemplo, 
competencias actualmente compartidas, como la política migratoria, para hacer frente a este desafío de manera europea,
 las crecientes divisiones entre posiciones soberanistas y federalistas 
en el seno de la UE limitan cualquier posibilidad de reforma. 
El sistema institucional europeo 
vuelve a enfrentarse, por tanto, a sus viejos debates existenciales: 
¿ampliar Europa u optar por profundizarla? ¿Reforzar modelos de 
cooperación soberana o fomentar una mayor integración? ¿Soberanía 
nacional o soberanía compartida? La lógica institucional europea, 
original y compleja por definición, seguirá sujeta sin duda a estos 
dilemas durante los próximos años. La habilidad para conciliar y, en lo 
posible, acoplar intereses nacionales y europeos será la clave para 
asegurar el éxito de las instituciones europeas. Ahora bien, mientras 
países como Francia, España o incluso Alemania buscan forman un G3 con mayores ambiciones de profundización y fortalecimiento europeísta tras el brexit, otros apuestan por lógicas distintas, como es el caso de los Estados de la denominada Nueva Liga Hanseática —formada por países del norte, Países Bajos e Irlanda—, o directamente opuestas, como el Grupo de Visegrado —formado por Hungría y otros países del este—. 
En este sentido, las próximas elecciones al Parlamento Europeo de mayo de 2019 y la gestión institucional de futuras ampliaciones potenciales en los Balcanes
 revestirán una especial importancia para calibrar la dirección que 
seguirá el proceso de construcción europea en los próximos años. El lema
 de la Unión Europea es “Unidos en la diversidad”. Habrá que ver si los 
países que integran este amplio proyecto están a la altura de este 
compromiso de unidad y logran reforzar la funcionalidad de las 
instituciones para gestionar adecuadamente los retos que enfrenta una 
casa tan plural y heterogénea como la europea.


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