domingo, 14 de abril de 2019

Breve manual de instrucciones para entender la Unión Europea


MADRID.- La Unión Europea es un proyecto político único en su especie. Tanto es así que para muchos su modelo institucional no siempre resulta sencillo de entender. Explicamos brevemente cuáles son y cómo funcionan las principales instituciones europeas y qué perspectivas de futuro presenta la principal organización internacional del Viejo Continente, relata https://elordenmundial.com.

Señalaba Henri Brugmans, uno de los padres intelectuales de la Unión Europea, que en un proyecto como Europa únicamente los visionarios son realistas. Y, efectivamente, a tenor del trasfondo histórico de sus palabras y de la complejidad de la reconstrucción y reconciliación europea que se avecinaba tras el final de la Segunda Guerra Mundial, podría parecer descabellado soñar con algo lejanamente parecido a una unión de los pueblos de Europa. Por ello, para impulsar una iniciativa de este calibre hicieron falta al menos dos grandes ingredientes políticos: pragmatismo y creatividad.
El primer elemento lo ofreció la Declaración Schuman de 1950 y sus ya célebres tesis funcionalistas: “Europa no se hará de golpe, sino mediante realizaciones concretas que den lugar a solidaridades de hecho”. El segundo, más ambicioso si cabe, lo planteó Jean Monnet al introducir la idea de supranacionalidad en un contexto todavía marcado por los debates del Congreso de La Haya de 1948. En este congreso se dieron cita los partidarios de una Europa federal, herederos del Manifiesto Ventotene de 1941 y del espíritu del primer ministro británico Winston Churchill en su célebre discurso de Zúrich en 1946, y los unionistas, defensores de una Europa fundada en la cooperación soberana de los pueblos. Se libraron intensos debates sobre el futuro del continente, hasta el punto de que la tensión entre ambas posturas, enfrentadas por los límites de la soberanía nacional, es considerada como la raíz de muchos debates que todavía se producen. Pero, ante todo, constituiría el origen de la complejidad institucional de la Unión Europea del siglo XXI.

El nacimiento del sistema institucional europeo

La originalidad histórica del modelo institucional europeo tiene su punto de partida en el hecho de que, iniciado como un proceso de paz entre antiguos enemigos, las entonces Comunidades Europeas se irían convirtiendo con el tiempo en algo más que una organización internacional y en algo menos que un Estado nacional clásico. Efectivamente, el sistema institucional comunitario nace en el Tratado de París de 1951 como un intento de reconciliar el continente gracias al establecimiento de una Comunidad Económica del Carbón y del Acero (CECA) para gestionar bajo una autoridad supranacional la cuenca del Ruhr, epicentro de diversos enfrentamientos franco-alemanes desde el siglo XIX hasta la Segunda Guerra Mundial. A partir de ahí, se desarrollarían nuevas piezas en este incipiente entramado institucional con la adopción del Tratado de Roma en 1958 y la consiguiente creación de las Comunidades Económicas Europeas y Euratom —la Comunidad Europea de la Energía Atómica—, cuyas direcciones se fusionaron posteriormente con la de la CECA en el Tratado de Bruselas de 1965. Se formaba así el antecedente directo de la actual Unión Europea.
El panorama institucional iba haciéndose, de esta forma, poco a poco más complejo. Pero La Haya seguía omnipresente: a principios de los años 60, países recelosos del proyecto supranacional comunitario —caso clásico del Reino Unido— trataban de articular, sin demasiado éxito, un espacio soberano de libre comercio alternativo a las Comunidades Europeas conocido como Asociación Europea de Libre Comercio (AELC o EFTA). Tampoco todos los miembros del proyecto europeo eran necesariamente partidarios de las renuncias a la soberanía, como mostró el rechazo del presidente francés Charles de Gaulle al Plan Pleven y la Comunidad Europea de Defensa o la crisis de la silla vacía de 1966. Pese a ello, las instituciones europeas siguieron evolucionando en los años 70 y 80 creando nuevas estructuras, integrando nuevas ampliaciones —incluida, paradójicamente, la del Reino Unido— y ajustándose institucionalmente al siempre delicado equilibrio entre órganos supranacionales e intergubernamentales. 
Los años 90 y principios de los 2000 fueron una época de bonanza para el espíritu federalista. Pese a que las ampliaciones suponían un reto para continuar profundizando la integración europea, la comunitarización de competencias no hizo sino aumentar gracias a la aplicación del Acuerdo de Schengen en 1990, la adopción del ambicioso Tratado de Maastricht —que, entre otras cuestiones, como el reforzamiento de la cooperación en asuntos de justicia e interior, permitía el establecimiento en 1993 de una Política Exterior de Seguridad Común (PESC)— o la compleción de la última fase de la Unión Económica y Monetaria con la entrada en vigor del euro en 2002, cuyo control recaería desde entonces de forma exclusiva en el Banco Central Europeo. El pulso entre las dos almas europeas, la intergubernamental y la federalista, parecía comenzar a decantarse lenta, pero imparablemente, del lado de esta última. Ello pese a que los tratados de Ámsterdam (1999) y Niza (2001) fueran relativamente modestos en lo que a la profundización de competencias se refiere, lo que se explica en parte por la necesidad de hacer frente al reto de las inminentes ampliaciones hacia el este de 2004 y 2007, las mayores de la Historia de la integración europea.
Sin embargo, el fracaso del Tratado Constitucional de 2005 tras el rechazo en referéndum popular de Francia y Países Bajos pronto se mostró como el preámbulo hacia un cambio de tendencia en el continente. Esto no fue óbice para que se aprobase en 2007 el Tratado de Lisboa —en vigor desde 2009—, pero sin duda constituyó un aviso de que la época dorada del europeísmo federalista podía estar comenzando a llegar a su fin. En la última década, la crisis económica y financiera, los desafíos migratorios, el auge de los nacionalismos o la salida británica del proyecto europeo han favorecido una relativa parálisis del proceso reformista comunitario. Pese a ello, el Tratado de Lisboa lograría introducir algunas novedades importantes en el sistema institucional europeo y profundizar las competencias comunitarias. Además, desde un punto de vista jurídico, sigue siendo la referencia para entender el sistema institucional actual de la UE.
Para ampliar: “Los Estados Unidos de Europa”, Álex Maroño en El Orden Mundial, 2018

Las instituciones comunitarias

La UE está formada por siete grandes instituciones: la Comisión Europea, el Parlamento Europeo, el Consejo Europeo, el Consejo de la Unión Europea, el Banco Central Europeo, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) y el Tribunal de Cuentas. Pero no todas estas instituciones tienen la misma naturaleza. Mientras que algunas a veces se catalogan como instituciones comunitarias por no depender directamente de los Estados miembros, otras se suelen considerar intergubernamentales en tanto controladas por ellos. Sin embargo, pese a sus diferencias, todas las instituciones están en cierto sentido interrelacionadas en un mismo engranaje jurídico-político que comparte valores comunes como la democracia, la libertad o el Estado de derecho y que puede producir normas jurídicamente vinculantes para todos los miembros e instituciones, normas que, además, forman un auténtico ordenamiento jurídico autónomo sometido a órganos jurisdiccionales europeos propios, como el TJUE. Ahora bien, en la actualidad, al hablar de instituciones de origen comunitario, lo habitual es referirse a las dos más relevantes políticamente: el Parlamento Europeo y la Comisión Europea.
El Parlamento Europeo aspira a ser la encarnación asamblearia del pueblo europeo y hoy por hoy, presidido por el italiano Antonio Tajani, del Partido Popular Europeo (PPE), tiene como función principal actuar como colegislador junto con el Consejo de la Unión Europea en la adopción de las distintas leyes comunitarias y aprobar el presupuesto de la UE. Sin embargo, el Parlamento también es el órgano que da voz a los ciudadanos europeos y busca asegurar una representación adecuada del cuerpo electoral de los Estados miembros. Por esta razón, el Parlamento, que consta de 751 escaños —cifra que, cuando se consume el brexit, se reducirá a 705—, es elegido cada cinco años por la ciudadanía europea. Además, aunque iniciativas recientes como la de establecer listas transnacionales o paneuropeas para las elecciones de 2019 hayan sido bloqueadas por el momento, el hecho de que sus diputados se agrupen por familias ideológicas —como el PPE— y no por países de origen muestra a todas luces el espíritu supranacional de esta institución y su voluntad de representar los intereses y las sensibilidades políticas de 500 millones de habitantes.
La Comisión Europea, por su parte, está formada por una secretaría, 28 comisarios —aunque desde 2014 está previsto reducir esta cifra a dos tercios del número de Estados miembros para garantizar su supranacionalidad—, una vicepresidenta —la alta representante de la UE, Federica Mogherini, del grupo socialista-demócrata— y un presidente, el luxemburgués Jean Claude Juncker (PPE), que dirige la institución y fue elegido mediante el novedoso y polémico sistema del spitzenkandidat —’candidato principal’—, en virtud del cual corresponde a los grupos políticos del Parlamento Europeo y no a los Estados miembros proponer a sus candidatos y el más votado obtiene el cargo. La principal función de la Comisión es dar impulso político a la Unión y, en este sentido, dispone de iniciativa ejecutiva, pero ante todo legislativa, es decir, puede proponer proyectos de texto normativo que posteriormente los colegisladores deberán aprobar, modificar o rechazar siguiendo los procedimientos ordinarios o especiales previstos en el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, que, junto al Tratado de la UE, el de Euratom y la Carta de los Derechos Fundamentales de la UE, configura el marco jurídico del Derecho originario europeo. Además, la Comisión es políticamente responsable ante el Parlamento Europeo, que por mayoría de dos tercios puede presentar una moción de censura en su contra.

Las instituciones intergubernamentales

Aunque la Unión Europea tenga por definición una vocación supranacional, sus Estados miembros siguen gozando de importantes poderes y competencias para marcar el rumbo de la organización. Cuando hablamos de instituciones intergubernamentales, las más importantes son dos: el Consejo de la Unión Europea y el Consejo Europeo. Pero, antes de entrar a analizar muy brevemente qué hace cada una, resulta imperativo aclarar previamente que, aunque tengan nombres parecidos, ni son lo mismo ni deben confundirse con el Consejo de Europa, institución que no forma parte del sistema de la Unión Europea, sino que es una organización regional formada por 47 Estados del continente europeo en su conjunto —entre ellos, Rusia—.
Hecha esta distinción, hay que comenzar señalando que el Consejo Europeo es una institución con sede en Bruselas que reúne a los jefes de Estado y de Gobierno de los distintos países que integran la Unión. Desde la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, dispone además de un presidente permanente —actualmente, el polaco Donald Tusk (PPE)—. El Consejo Europeo tiene funciones especialmente relevantes en materias institucionales, de reforma de los tratados, PESC, gobernanza económica de la Unión Económica y Monetaria, cooperación policial y judicial en el espacio de libertad, seguridad y justicia o en la adopción del marco financiero plurianual, entre otras. Sus decisiones tradicionalmente se han adoptado por unanimidad, lo que ralentiza la articulación de posiciones comunes y, a cambio, las dota de gran legitimidad, aunque en los últimos años se ha flexibilizado este sistema en algunas áreas, como el nombramiento de candidatos para determinados puestos en las instituciones europeas.
La otra gran institución intergubernamental es el Consejo de la Unión Europea. Este órgano, cuya sede también se encuentra en Bruselas, tiene un rango fundamentalmente ministerial —aunque cabe destacar las labores de los diferentes comités y grupos de trabajo integrados por funcionarios de los Estados miembros— y está formado por una presidencia rotatoria que le corresponde ejercer de manera semestral a uno de los Estados miembros de la Unión —actualmente, Rumanía—, una secretaría y distintas formaciones especializadas en asuntos de interés comunitario. Es precisamente en esas formaciones donde se reúnen habitualmente los ministros de cada materia de los países de la Unión. Por ejemplo, en la formación del Ecofin se reúnen los ministros de Economía y Finanzas, en el Consejo de Asuntos Exteriores —presidido por la alta representante de la UE— lo hacen los ministros de Exterior, y así sucesivamente. Como ya se ha adelantado, el Consejo de la UE tiene funciones muy importantes en tanto colegislador al mismo nivel —salvo en los procedimientos legislativos especiales— que el Parlamento Europeo. Al igual que ocurre en tantas otras estructuras comunitarias —véase la figura híbrida de la alta representante—, los puentes entre instituciones de inspiración comunitaria e intergubernamental son muy recurrentes en la arquitectura operativa comunitaria. 

¿De las reformas necesarias a las reformas posibles?

No son pocos los que durante años han lamentado, dentro y fuera de Europa, la complejidad para entender los entresijos del sistema institucional comunitario. “¿A qué teléfono debo llamar si quiero hablar con Europa?”, se preguntaba el entonces secretario de Estado de los EE. UU. Henry Kissinger en la década de los 70 aludiendo a las dificultades para entablar contacto con el complejo aparato institucional de las Comunidades Europeas. Aunque hoy ese teléfono ya existe gracias a la lenta pero progresiva simplificación institucional de la UE y a la creación de figuras como la alta representante para la PESC, es cierto que la arquitectura organizativa europea sigue arrastrando un aura de incomprensibilidad para numerosos observadores internacionales y ciudadanos europeos. Pero la lógica institucional europea es simplemente el reflejo de dos almas que históricamente, y pese a sus diferencias, han sabido conciliarse, aunque generalmente fuese a golpe de crisis.
Sin embargo, en los últimos años la multiplicación y convergencia de crisis económicas, migratorias, sociales, políticas y seguritarias de la Unión y sus regiones colindantes ha complicado como nunca la profundización del proyecto comunitario: desde el de Lisboa no ha habido capacidad política ni indicios que apunten a la posibilidad de alumbrar un nuevo tratado que permita ahondar en la cesión de soberanía de los Estados a favor de instituciones con mayores atribuciones comunitarias. Aunque algunos Estados han reivindicado la necesidad de europeizar, por ejemplo, competencias actualmente compartidas, como la política migratoria, para hacer frente a este desafío de manera europea, las crecientes divisiones entre posiciones soberanistas y federalistas en el seno de la UE limitan cualquier posibilidad de reforma.
El sistema institucional europeo vuelve a enfrentarse, por tanto, a sus viejos debates existenciales: ¿ampliar Europa u optar por profundizarla? ¿Reforzar modelos de cooperación soberana o fomentar una mayor integración? ¿Soberanía nacional o soberanía compartida? La lógica institucional europea, original y compleja por definición, seguirá sujeta sin duda a estos dilemas durante los próximos años. La habilidad para conciliar y, en lo posible, acoplar intereses nacionales y europeos será la clave para asegurar el éxito de las instituciones europeas. Ahora bien, mientras países como Francia, España o incluso Alemania buscan forman un G3 con mayores ambiciones de profundización y fortalecimiento europeísta tras el brexit, otros apuestan por lógicas distintas, como es el caso de los Estados de la denominada Nueva Liga Hanseática —formada por países del norte, Países Bajos e Irlanda—, o directamente opuestas, como el Grupo de Visegrado —formado por Hungría y otros países del este—. 
En este sentido, las próximas elecciones al Parlamento Europeo de mayo de 2019 y la gestión institucional de futuras ampliaciones potenciales en los Balcanes revestirán una especial importancia para calibrar la dirección que seguirá el proceso de construcción europea en los próximos años. El lema de la Unión Europea es “Unidos en la diversidad”. Habrá que ver si los países que integran este amplio proyecto están a la altura de este compromiso de unidad y logran reforzar la funcionalidad de las instituciones para gestionar adecuadamente los retos que enfrenta una casa tan plural y heterogénea como la europea.

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