Las catástrofes a lo largo de la historia han sido la excusa perfecta
para que los poderosos afianzaran su autoridad y lanzaran sus ejércitos
contra enemigos que acababan justificando su despotismo y disimulando
su incompetencia.
Dictaduras tan recientes que su terror aún resuena en las pesadillas
de algunos de los supervivientes levantaron sus imperios sobre las
arenas del miedo y la frustración de pueblos heridos profundamente en su
orgullo nacional tras armisticios humillantes y recesiones económicas
que devaluaron los billetes al valor del papel en que estaban impresos.
Esta crisis vuelve a ser un reflejo del afán de algunos gobernantes
por salir de la encrucijada apelando a los instintos primarios que
mueven a los pueblos aterrados.
Las proclamas enardecidas con las que llegaron al poder están poniendo
en evidencia a quienes ganaron elecciones bajo el amparo de informáticos
financiados por zares omnipotentes o asesores neofascistas que
trasladaron sus cuarteles desde blancas residencias presidenciales en
Washington a monasterios medievales en Roma para desplegar su doctrina
de la desinformación con la que manipular a votantes indecisos.
Quizás muchos de sus votantes empiezan a calibrar la magnitud de la
tragedia al haber puesto su salud y tal vez su vida en manos de
charlatanes de feria que ven cómo los muertos se apilan en sus
cementerios sin que palabras grandilocuentes como nación, honor u
orgullo sirvan para doblegar la curva de contagios.
Entre tanta mediocridad y cinismo por primera vez en muchos siglos el
Papa ha sabido ser discreto y cerrar el Vaticano para evitar que la
ciudad santa se convierta en el peor foco de la pandemia.
Por supuesto que ha invitado a los católicos a rezar por sus
muertos, sus enfermos y sus sanitarios, pero no ha sacado las cosas de
su sitio como el presidente de Tanzania que pretende convertir la
oración en una especie de cloroquina espiritual que nos hace más
resistentes al virus.
Este Papa no sólo renuncia a signos de ostentación y poder y predica
la compasión por los pobres, los de siempre y los millones que va a
traer este desastre, sino que parece haber entendido el papel de la
Iglesia en un mundo arrasado por una crisis como esta y para ello se ha
confinado y ha invitados a hacerlo a millones de fieles.
Frente a líderes fanfarrones, extrapunitivos e incompetentes que
están enardeciendo a las masas para que se rebelen contra las
recomendaciones de las autoridades sanitarias de su país, anteponiendo
la recuperación económica a cientos de miles de vidas, el Papa Francisco
no ha lanzado a su pueblo a enarbolar estandartes religiosos ni a
pasear reliquias por las calles, sino que ha mostrado su cara más humana
y ha exhibido una de las estampas más coherentes y entrañables de la
Iglesia en muchos siglos.
Cada gobernante tiene un estilo y una máxima por la que se rige.
Vladimir Putin el príncipe de la arrogancia, capaz de regalar a sus
rivales un material sanitario que sus ciudadanos empiezan a echar en
falta y que donó no por generosidad sino por fanfarronería.
Donald Trump, el bufón que osó menospreciar una amenaza que se
expandía como la pólvora por el mundo asesorado por incompetentes que
regalaban sus oídos con soluciones basadas en el sueño de un imperio
invencible.
Boris Johnson, el malabarista de la avaricia y la insensatez al
anteponer la libertad a la salud, olvidando que una sociedad diezmada
por el virus y paralizada por el miedo no puede disfrutar de esa
libertad.
Y Jair Bolsonaro, el profeta que antepone su propio mesianismo a los
criterios de sus asesores sanitarios, que dimiten al escuchar de su boca
proclamas con las que condena al desempleo, al hambre y a la miseria a
quienes apoyan el aislamiento social que recomiendan las autoridades
científicas de todo el mundo.
En un mundo gobernado por líderes movidos por la arrogancia, la
estupidez, la avaricia y la locura es de agradecer que alguien hable
desde la humildad y se guíe por principios tan sensatos como los que
hacía suyos este Papa en una reciente entrevista: Dios perdona siempre,
nosotros de vez en cuando, la naturaleza nunca.
(*) Psiquiatra del Instituto de Neuropsiquiatría y Adicciones (INAD), Hospital del Mar, Barcelona (España)
No hay comentarios:
Publicar un comentario