Hoy el Papa Francisco celebrará la canonización de dos Papas: Juan XXIII y Juan Pablo II.
El evento no tiene precedentes. No había sucedido nunca que un
pontífice elevara a los altares dos predecesores que habían vivido tan
poco tiempo antes de él. Y no obstante que la fama de santidad de Angelo Roncalli
fuese ya en vida bien conocida, y si bien todos recordamos el grito
"Santo enseguida" de los fieles en la Plaza de S. Pedro en la muerte de
Karol Wojtyla, no se puede decir que sea hoy transparente el porqué de
los santos y el valor que tiene para la Iglesia de hoy recordarlos tan
solemnemente.
Quizás una razón de esta ambigüedad está ligada al horizonte cultural
de nuestro tiempo. La moral -se dice- es más un problema de buen
sentido que de fe. Se evoca continuamente el llamado relativismo de valores
pero, de hecho, el criterio dominante termina por ser más raquítico,
traduciéndose en la búsqueda programática del "qué hacer". Todos, en
definitiva, se orientan rápidamente hacia objetivos cuantificables
persiguiendo realizaciones aparentemente muy concretas y terminando así
por valorar a las personas más por los resultados que obtienen que por
lo que son en realidad.
Pues bien, esta limitada consideración es exactamente lo opuesto de la actitud
que tiene y sobre la que es evaluada la santidad de un hombre o de una
mujer. Se es santo, se convierte uno en santo, no por lo que -desde el
punto de vista de la eficacia- se sabe hacer mejor o se logra producir.
Se es santo por aquello que se ha realmente llegado a ser personalmente
al fin de la vida.
Habiendo vivido y trabajado junto a Juan Pablo II durante más de 20 años
he aprendido que el interés específico que él tenía fue precisamente
este. Él trataba de ser lo que debía ser. Y trabajaba sobre el modo con
el que el querer ser coincidía con el deber ser. Este camino para él
-como para cualquier otro- no era fácil. Pero no se dejaba condicionar
por los éxitos o los fracasos, por las facilidades o dificultades del
momento.
Me he preguntado muchas veces, especialmente en las últimas semanas, cuál fue la peculiaridad de la santidad
de Juan Pablo II. Es decir, de qué cosa derivaba el modo por el que él,
en sus jornadas intensas de trabajo y de dificultades, luchase para
ser, no ante sus propia consideración, sino delante de los ojos de Dios,
el santo que ahora es proclamado.
La primera cualidad era claramente la oración. A la
pregunta sobre cuál era la imagen que manifiesta con más elocuencia su
identidad personal, sin duda respondería que es una de aquellas -y son
muchos millares entre fotografías o imágenes de televisión- que lo toman
rezando en público o en privado. Más que en la lectura de sus libros o
acompañándolo en su obstinado viajar, verlo rezar era como asomarse a
una infinitud en la que él entraba y que permitía a los otros intuir
hacia qué confines se movía su espíritu. Es decir, hacia dónde andaba
todo él.
No se trataba para Wojtyla de una parada espiritual, introducida de
vez en cuando en el flujo de las enormes responsabilidades que tenía que
asumir continuamente. La relación con Dios era en él permanente,
estable, constante, omnipresente: una atención sólida, de loco enamorado
por el objeto de su amor. Un día que le recomendé un tema particular,
me respondió: "Ciertamente, lo hago; un Papa lo que hace
fundamentalmente es rezar". Y lo decía él cuya vida fue una imparable
actividad.
Hace algunos días, un periodista me ha preguntado: "¿Podría usted
confirmarme que Juan Pablo II rezaba entre cuatro y cinco horas cada
día?". "No", le he respondido, no le puedo confirmar esto porque en
realidad él rezaba todo el día. Y son muchos episodios
que podría mencionar a propósito de la incesante atracción que sentía -y
que vivía- en su dialogo con Dios.
En algunas ocasiones utilizaba el tiempo nocturno cuando los
compromisos y los viajes no le permitían recortar momentos suficientes
de oración. Una vez, en la montaña, en las breves vacaciones del mes de
julio, la pequeña ventana de su habitación se iluminó
hacia las tres de la mañana. Dos minutos después se encendió la luz de
la pequeña habitación de al lado en donde se había improvisado su
capilla. Y las dos luces no se pagaron más en toda aquella noche...
Después de una cena, en su apartamento, antes de despedirme lo
acompañé, como de costumbre, a su oratorio. Permanecí detrás de él. Pasaba el tiempo.
Más aún todavía...Un momento después se giró rápidamente y mirándome me
dijo: "Lo siento, debe perdonarme: me había olvidado que estaba usted
aquí". Él estaba allí. Pero era ya, simultáneamente, en otra parte.
Hablando con Otro.
Luego, con el progreso de la enfermedad, no sólo no ha limitado este
espacio suyo de contemplación sino que tales límites físicos han en todo
caso configurado su rezar más fecundo y abnegado, más dialogante y
denso, aumentando la intensidad y la esencialidad. La
última vez que lo he visto fuera del lecho en donde se consumó su
existencia fue en una silla de ruedas empujada por una religiosa. El
trayecto era breve: los escasos 10 metros que separaban su habitación de
la capilla. Quería estar allí. Y en ningún otro sitio. Quería todavía
hablar con Dios, estando al lado de Él. Era cuatro días antes de su
muerte.
Hay otro rasgo personal que quizás explica también su santidad. Se trata del trabajo.
Juan Pablo II tenía una capacidad de trabajo verdaderamente
excepcional. Su método entre las infinitas actividades que tenía, no
solamente no preveía pérdidas de tiempo sino que conseguía hacer muchas
cosas, una después de la otra, con precisión, sin impaciencia ni
disipaciones, no preocupándose del mayor o menos cansancio o del vigor
físico del que disponía.
En realidad, vivía simultáneamente dos cosas no en absoluto comunes:
no sabía perder un minuto y no tenía nunca prisa. En la realización de
una agenda inimaginable por su complejidad, nunca una gesto de ansiedad;
nunca una expresión de impaciencia. Siempre he pensado que su laboriosidad era inseparable de la espiritualidad profunda que alimentaba y nutría con la oración asidua.
Por la mañana, de la Secretaría de Estado llegaba una bolsa llena de
documentos que él debía leer, valorar personalmente, para después
decidir. Después de una jornada siempre densa de audiencias,
compromisos, intercambios con personas sobre multitud de problemas de
todo el mundo, por la tarde, después de la cena, llegaba una segunda
bolsa de documentos más voluminosa todavía de la precedente. Juan Pablo
II renunciaba a menudo a horas preciosas de sueño para analizar hasta el
final los temas contenidos en aquellos documentos: uno a uno,
escrupulosamente, sin perder concentración, Quizás por que detrás de cada documento él veía la persona -en cualquier parte del mundo en donde se encontrase- a la que aquel documento se refería .
En aquellos momentos sentía que su responsabilidad no estaba tanto en
los grandes encuentros con la multitud de los fieles o en la relaciones
con las autoridades del mundo sino en el trabajo de detalle, el trabajo
fino que cumplía hasta el último acto. Es claro que seguir su ritmo
empujaba a sus colaboradores a cambiar completamente el sistema normal
de trabajo. Los temas tenían que ser considerados por encima de esa zona
habitual de confort intelectual que todos nos
fabricamos, porque había que confrontar las soluciones con las últimas
verdades. Por lo tanto, había que moverse con lucidez y selectividad
como hacía él, no retrasando nunca ni anticipando las decisiones a
tomar; permaneciendo siempre concentrado en el presente.
Otra característica para mí muy elocuente era, por otra parte, la alegría. Él amaba mucho reír y acompañar con el buen humor
incluso la consideración ponderada y atenta de los problemas. Esto lo
ha señalado también Benedicto XVI cuando, hablando de sus conversaciones
con Juan Pablo II -y se puede imaginar que esas conversaciones entre
los dos no eran lo que se podría llamar temas ligeros- cuenta: "Sin
embargo, había siempre espacio para el buen humor".
También aquí no se trataba de un gesto superficial o puramente de
carácter. Juan Pablo II no tuvo una experiencia simple y su vida había
estado atravesada por sufrimientos físicos y humanos,
enormes. En él, la alegría era compatible con el dolor, ya que alegría y
buen humor no eran sólo un estado del ánimo sino una decisión razonada,
estable y profundamente radicada en sus convicciones.
Había en su ánimo la precisa convicción que la vida humana es un
regalo que hay que consumir, que gastar porque estaba dotada, hasta el
final, de un significado que va más allá del tiempo pero que se
desarrolla en el tiempo venciendo las contradicciones y oscuridades
que se encuentran en el camino. Muchas veces le he oído comentar la
escena inicial de la humanidad -Adán y Eva-; aquella primera biografía
del ser humano. Y en él quedaba toda la serena y humana alegría
creatural de aquellos inefables momentos.
Esto en él no era tema sólo de sus enseñanzas. Era, antes y sobre
todo, tema de su vida. Como el día en que recibiendo -ya anciano- a un
notable personaje, éste le dijo: "Santo Padre, lo encuentro hoy muy
bien, verdaderamente bien". Mirándolo con una expresión de simpática ironía,
Juan Pablo II le contestó: "¿Pero piensa usted que no me veo en la
televisión la birria que estoy hecho?" Y así me parece de haber
entendido entonces que no ha existido nunca -porque no puede existir- un
santo con mal humor.
Rezar, trabajar, mantener el buen humor. Se podría identificar todo
esto con el estilo de un santo que es muy personal y auténtico -muy
humano- sin excepcionalidades inútiles ni oropeles de adorno. De hecho,
no es la afectación y el formalismo sino el espíritu cristiano encarnado lo que plasma y configura la libertad y la personalidad individual hasta hacer de un ser humano un Santo verdadero.
Juan Pablo II era así. Y así lo he visto durante muchos años. Con la
certidumbre de que el significado último de la vida humana se desvela y
aparece en la oración personal. Y solamente después se
revela plenamente en la mirada feliz, inteligente y arrebatadora que un
Santo sabe regalar a la vida de los demás.
(*) Portavoz del Papa Juan Pablo II de 1984 a 2006.
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