ROMA.- “Me pareció una persona cercana y humilde, me hizo sentir cómodo
enseguida. Pero también es muy exigente. Pretende que hagamos esfuerzos y
cambios radicales en nuestra vida”, dice Marcelo Galeano, argentino de
23 años, uno de los 12 jóvenes que se sentó a almorzar hace unos días
con el papa Francisco durante la Jornada Mundial de la Juventud de Río de Janeiro.
El joven irradia entusiasmo, aunque detrás se percibe un hilillo de
preocupación. El primer pontífice latinoamericano no se anda por las
ramas a la hora de exigir un cambio de postura en su rebaño. Quiere una
Iglesia más austera, más justa, ejemplar. Y si su comportamiento cercano
y su invitación a abrirse a los pobres y a luchar por la justicia tocó a
muchachos como Galeano, reunidos en la ciudad carioca, algunas de sus
declaraciones en el viaje a Brasil resonaron 7.000 kilómetros más al
este, en los palacios de la Santa Sede. Y los cimientos de la curia se
removieron, inquietos, según crónica de 'El País', de Madrid.
Su predicamento de una vida sobria —“Los obispos han de ser hombres
que amen la pobreza, sea la pobreza interior como libertad ante el
Señor, sea la pobreza exterior como simplicidad y austeridad de vida.
Hombres que no tengan psicología de príncipes”—, sus declaraciones sobre los gais
—“¿Quién soy yo para juzgarlo?”—, o su defensa de la laicidad del
Estado son palabras nuevas en la forma y en la sustancia. Y su mensaje
desde Río o desde el avión que le transportaba a Brasil junto a su
séquito y a 70 periodistas llegó directo al centro de la cristiandad.
Mientras Jorge Mario Bergoglio (Buenos Aires, 1936) consagraba su
popularidad sobre un escenario y cautivaba a fieles de cualquier edad,
origen y extracción, en el Vaticano algunos resoplaban de preocupación.
“Los conservadores de la curia huelen que su tiempo ha acabado”, evalúa Paolo Rodari, vaticanista de La Repubblica.
Los analistas coinciden en que al final de este verano sin veraneo para
el Papa —que renunció al habitual descanso en Castel Gandolfo— llega el
momento de la batalla a una Iglesia burocratizada, barroca en su
organización, poco transparente e ineficaz. Una batalla que es el
principal legado entregado al nuevo sucesor de san Pedro por el cónclave
que lo eligió. “En el camino habrá obstáculos”, pronostica Sandro
Magister, que publicó en el semanario L’Espresso el supuesto
pasado de escándalos sexuales de monseñor Battista Ricca, recién
nombrado por el Papa para controlar el banco del Vaticano. Y que resultó
ser una manzana envenenada para el pontífice.
Suspendida en la canícula romana, la cúpula de San Pedro parece
esperar ese momento de la verdad. Medirle el pulso resulta complicado.
“Nadie dice ni mu, nadie te habla de forma explícita, todo el mundo está
inmóvil y a la espera”, dice Rodari. Como es habitual en esa orilla del
Tíber, los hilos se mueven entre bastidores. “Nadie sabe lo que
ocurrirá mañana”, sella Magister.
En la Casa Santa Marta, la residencia donde decidió vivir el Papa
renunciando a los amplios salones del palacio apostólico, hay dos
ascensores. Uno está reservado para él, el otro funciona para el resto
de huéspedes. Francisco se sube constantemente al segundo. “Allí
empleados y monseñores le comentan los problemas en el desempeño de sus
actividades, le pasan informaciones, avanzan puntos críticos. Él recoge
papelitos, apuntes o memoriza”, cuenta Giovanna Chirri, experta en la
Santa Sede de la agencia italiana Ansa. Un jesuita perfecto, dicen:
escucha a todo el mundo, pero finalmente decide solo. Y rápido.
Con la llegada de Francisco, sus manifestaciones y, sobre todo, su
bisturí, son dos, de momento, los sectores que más tiemblan: la curia,
que será sometida a una cirugía de adelgazamiento, y el llamado banco
vaticano (el Instituto para las Obras de Religión, IOR), símbolo de
trapicheos financieros. Este organismo, que el pontífice mandó
investigar al poco de llegar a Roma, podría, incluso, desaparecer. “No
sé cómo terminará el IOR. Algunos dicen que quizá es mejor que sea un
banco, otros que debería ser un fondo de ayuda; otros dicen que hay que
cerrarlo”, comentó Francisco hace unos días. “Yo no sé, me fío del
trabajo de las personas que están analizándolo. En cualquier caso, las
características del IOR deben ser transparencia y honestidad”.
Algún que otro puesto de trabajo peligra también en aquel infinito
tropel de funcionarios, secretarios y jefes de dicasterio que es el
gobierno central del reino de Dios en la tierra. “Primero deberá elegir
un nuevo secretario de Estado; entre los titulares de los ministerios
habrá sustituciones. También jubilaciones que no se cubrirán”, cree
Rodari. Este “juego de la torre” —observar quién cae y quién queda— será
como desabrir las cartas sobre la mesa. “Sabremos quién forma parte de
ese partido romano del que se hablaba antes del cónclave, el grupo
contrario al cambio en el que se centraría el informe Vatileaks
\[el escándalo de la difusión de documentos secretos de Benedicto XVI,
que desvelaron las batallas de poder\]. Son los que mandaban antes de
Bergoglio, como el secretario de Estado Tarcisio Bertone (en la imagen) y ciertos
cardenales italianos. Ellos saben que su época acabó. Los sectores más
conservadores ya están aislados”, sigue el vaticanista. Contra ellos
votaron los cardenales en el cónclave. Quisieron acabar con un sistema
que existía desde los últimos años de Juan Pablo II. Con el arzobispo de
Buenos Aires eligieron algo distinto, alguien que garantizara la
alternativa.
Habrá purgas, pero falta por ver si los depurados caerán disparando o
sin resistencia. “Francisco tiene margen de autonomía, pero la
situación es complicada y no cabe duda de que encontrará oposición y
trampas”, apunta Magister. “Por ejemplo, el Papa explicó que, como manda
el derecho canónico, había encargado una investigación previa sobre
Ricca y no halló nada. Pero no desmintió las noticias sobre su pasado.
Así que, implícitamente, reconoce que ahí actuó un lobby”. Un grupo de poder que, para hacerle tropezar, le ocultó información.
No hay comentarios:
Publicar un comentario