¿Qué representa apenas un año de historia en una
casa con dos milenios a sus espaldas? Pues teóricamente, no debería ser
mucho, y menos para la Iglesia católica, acostumbrada a un 'tempo' lento
y silencioso. Pero 2013 ha sido el año del vértigo en El Vaticano, los
12 meses en que la institución se ha visto al borde del abismo y en los
que, sin embargo, ha parecido resurgir de sus cenizas para volver a
convertirse en una entidad respetada y cercana. El mérito cabe
atribuírselo casi en exclusiva a un hombre muy humano antes conocido
como Jorge Bergoglio y ahora llamado Francisco.
Todo empezó el pasado 11 de febrero, a eso de las
11 de la mañana. A esa hora, Benedicto XVI anunciaba en latín (un
símbolo más de su pontificado conservador) que dimitía, algo inédito en
la historia de sus 265 antecesores. Los Papas tenían que morir en la
cama y dar ejemplo hasta el final de sus días, como había hecho su
antecesor, Juan Pablo II. Pero Benedicto no podía más, se sentía viejo y
cansado. Pero a nadie se le escapaba que las verdaderas razones de su
huida eran los escándalos que habían asolado durante su pontificado El
Vaticano, un nido de cuervos donde la ambición y las traiciones eran lo
común frente a las pretendidas virtudes de paz y amor que predicaban sus
sacerdotes.
Así que Benedicto XVI se fue y El Vaticano tuvo
que enfrentarse a uno de los cónclaves más decisivos de su historia. El
28 de febrero, fecha de la renuncia oficial del Papa, los cardenales que
participarían en el cónclave de marzo ya se encontraban en Roma.
Benedicto se marchó en un helicóptero que lo trasladó desde la Plaza de
San Pedro hasta Castel Gandolfo, su retiro, y los electores comenzaron a
maquinar sobre quién de ellos sería el que acabaría ocupando el trono
de Pedro.
Los días previos a la elección fueron
apasionantes. Los cardenales norteamericanos, empapados de la
transparencia de la que habían tenido que hacer gala años antes al
enfrentarse al escándalo de la pederastia, quisieron contagiar a todo el
cónclave el aire del cambio que ellos ya habían respirado. Sonaban
varios nombres: el canadiense Marc Oullet, el brasileño Odilo Scherer,
el italiano Angelo Scola, el ganés Peter Turkson… Entre bambalinas,
todos prometían renovación.
El cónclave comenzó el 12 de marzo. Tras la
primera votación ese martes y otras tres el miércoles, las fumatas
fueron negras. Hasta las 19.05 del miércoles 13 de marzo. A esa hora,
desde la chimenea de la Capilla Sixtina comenzó a elevarse el humo
blanco. Unos 45 minutos después, el cardenal francés Jean Louis Tauran
lanzó un nombre al cielo de Roma: "Habemus Papam. Georgium Marium
Bergoglio, Franciscum".
En el centro de la plaza de San Pedro reinaba la
incredulidad. "¿Qué ha dicho? ¿Quién es?". Entonces, dos sacerdotes
mexicanos comenzaron a explicar a todos los que les preguntaban:
"Bergoglio, el argentino, ¡el de los pobres!". Con semejantes palabras
la incredulidad aumentó. Papa y pobres eran dos palabras que no habían
casado demasiado bien durante 2.000 años.
Y sin embargo, Francisco ha supuesto un terremoto.
Un terremoto necesario. Sus gestos han sido innumerables y su ejemplo
ha devuelto el orgullo a los católicos de base, aquellos que echaban de
menos de su jerarquía más compromiso con los problemas del mundo.
Francisco se ha acercado a los que sufren, ha abrazado a los enfermos,
ha limpiado pies, ha llorado por los inmigrantes… Francisco se ha
calzado sus zapatos baratos y con ellos quiere caminar para convertir a
la Iglesia en una institución revolucionaria.
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