CIUDAD DEL VATICANO.- “El Señor nos unge para ir a las diversas multitudes, siguiendo la dinámica de lo que podemos llamar una preferencialidad inclusiva”, lo recordó en su homilía el Santo Padre en la Misa Crismal celebrada en la Basílica de San Pedro este 18 de abril, con la bendición de los Santos óleos y la renovación de las promesas sacerdotales.
“Al ungir bien uno experimenta que allí se renueva la propia unción.
Esto quiero decir: no somos repartidores de aceite en botella. Ungimos
repartiéndonos a nosotros mismos, repartiendo nuestra vocación y nuestro
corazón. Al ungir somos re-ungidos por la fe y el cariño de nuestro
pueblo”, lo dijo el Papa Francisco en su homilía en la Misa Crismal
celebrada en la Basílica de San Pedro, con la bendición de los Santos
óleos y la renovación de las promesas sacerdotales, al inicio del Triduo
Pascual.
En su homilía, el Santo Padre comentando el Evangelio de Lucas que la
liturgia presenta para este día, dijo que este relato nos hace revivir
la emoción de aquel momento en el que el Señor hace suya la profecía de
Isaías. “Los evangelios – señaló el Pontífice – nos presentan a menudo
esta imagen del Señor en medio de la multitud, rodeado y apretujado por
la gente que le acerca sus enfermos, le ruega que expulse los malos
espíritus, escucha sus enseñanzas y camina con Él”.
El Papa Francisco también afirmó que, el Señor nunca perdió este
contacto directo con la gente, siempre mantuvo la gracia de la cercanía,
con el pueblo en su conjunto y con cada persona en medio de esas
multitudes. Lo vemos en su vida pública, y fue así desde el comienzo y
también fue así en la Cruz; su Corazón atrae a todos hacia sí:
Verónicas, cireneos, ladrones, centuriones. “No es despreciativo el
término multitud. Quizás en el oído de alguno, multitud pueda sonar a
masa anónima, indiferenciada. Pero en el Evangelio vemos que cuando
interactúan con el Señor – que se mete en ellas como un pastor en su
rebaño – las multitudes se transforman. En el interior de la gente se
despierta el deseo de seguir a Jesús, brota la admiración, se cohesiona
el discernimiento.
El Santo Padre en la Misa Crismal invitó a reflexionar acerca de estas
tres gracias que caracterizan la relación entre Jesús y la multitud. La
primera es la gracia del seguimiento. Dice Lucas que las multitudes «lo
buscaban» (Lc 4,42) y «lo seguían» (Lc 14,25), “lo apretujaban”, “lo
rodeaban” (cf. Lc 8,42-45) y «se juntaban para escucharlo» (Lc 5,15). El
seguimiento de la gente va más allá de todo cálculo, es un seguimiento
incondicional, lleno de cariño. Contrasta con la mezquindad de los
discípulos cuya actitud con la gente raya en crueldad cuando le sugieren
al Señor que los despida, para que se busquen algo para comer. Aquí,
creo yo, empezó el clericalismo: en este querer asegurarse la comida y
la propia comodidad desentendiéndose de la gente. El Señor cortó en seco
esta tentación. «¡Denles ustedes de comer!» (Mc 6,37), fue la respuesta
de Jesús; «¡háganse cargo de la gente!».
La segunda gracia que recibe la multitud cuando sigue a Jesús – precisó
el Papa – es la de una admiración llena de alegría. La gente se
maravillaba con Jesús (cf. Lc 11,14), con sus milagros, pero sobre todo
con su misma Persona. A la gente le encantaba saludarlo por el camino,
hacerse bendecir y bendecirlo, como aquella mujer que en medio de la
multitud le bendijo a su Madre. Y el Señor, por su parte, se admiraba
de la fe de la gente, se alegraba y no perdía oportunidad para hacerlo
notar.
La tercera gracia que recibe la gente – señaló el Pontífice – es la del
discernimiento. «La multitud se daba cuenta (a dónde se había ido Jesús)
y lo seguía» (Lc 9,11). «Se admiraban de su doctrina, porque enseñaba
con autoridad» (Mt 7,28-29; cf. Lc 5,26). Cristo, la Palabra de Dios
hecha carne, suscita en la gente este carisma del discernimiento; no
ciertamente un discernimiento de especialistas en cuestiones disputadas.
Cuando los fariseos y los doctores de la ley discutían con Él, lo que
discernía la gente era la autoridad de Jesús: la fuerza de su doctrina
para entrar en los corazones y el hecho de que los malos espíritus le
obedecieran; y que además, por un momento, dejara sin palabras a los que
implementaban diálogos tramposos. La gente gozaba con esto.
El Santo Padre profundizando aún más en la visión evangélica de la
multitud, dijo que el Evangelio de Lucas señala cuatro grandes grupos
que son destinatarios preferenciales de la unción del Señor: los pobres,
los prisioneros de guerra, los ciegos, los oprimidos. Los nombra en
general, pero vemos después con alegría que, a lo largo de la vida del
Señor, estos ungidos irán adquiriendo rostro y nombre propios. Así como
la unción con el aceite se aplica en una parte y su acción benéfica se
expande por todo el cuerpo, así el Señor, tomando la profecía de Isaías,
nombra diversas “multitudes” a las que el Espíritu lo envía, siguiendo
la dinámica de lo que podemos llamar una “preferencialidad inclusiva”.
Los pobres (ptochoi), dijo el Papa, son los que están doblados, como los
mendigos que se inclinan para pedir. Pero también es pobre (ptochè) la
viuda, que unge con sus dedos las dos moneditas que eran todo lo que
tenía ese día para vivir. La unción de esa viuda para dar limosna pasa
desapercibida a los ojos de todos, salvo a los de Jesús, que mira con
bondad su pequeñez. Con ella el Señor puede cumplir en plenitud su
misión de anunciar el evangelio a los pobres. Paradójicamente, la buena
noticia de que existe gente así, la escuchan los discípulos. Ella, la
mujer generosa, ni se enteró de que “había salido en el Evangelio” —es
decir, que su gesto sería publicado en el Evangelio—: el alegre anuncio
de que sus acciones “pesan” en el Reino y valen más que todas las
riquezas del mundo, ella lo vive desde adentro, como tantas santas y
santos “de la puerta de al lado”.
Los ciegos están representados por uno de los rostros más simpáticos del
evangelio: el de Bartimeo (cf. Mc 10,46-52), el mendigo ciego que
recuperó la vista y, a partir de ahí, solo tuvo ojos para seguir a Jesús
por el camino. ¡La unción de la mirada! Nuestra mirada, a la que
los ojos de Jesús pueden devolver ese brillo que solo el amor gratuito
puede dar, ese brillo que a diario nos lo roban las imágenes interesadas
o banales con que nos atiborra el mundo.
Para nombrar a los oprimidos (tethrausmenous), señaló el Santo Padre,
Lucas usa una expresión que contiene la palabra “trauma”. Ella basta
para evocar la Parábola, quizás la preferida de Lucas, la del Buen
Samaritano que unge con aceite y venda las heridas (traumata: Lc 10,34)
del hombre que había sido molido a palos y estaba tirado al costado del
camino. ¡La unción de la carne herida de Cristo! En esa unción está el
remedio para todos los traumas que dejan a personas, a familias y a
pueblos enteros fuera de juego, como excluidos y sobrantes, al costado
de la historia.
Finalmente, están los cautivos son los prisioneros de guerra
(aichmalotos), los que eran llevados a punta de lanza (aichmé). Jesús
usará la expresión al referirse a la cautividad y deportación de
Jerusalén, su ciudad amada (Lc 21,24). Hoy las ciudades se cautivan no
tanto a punta de lanza sino con los medios más sutiles de colonización
ideológica. Solo la unción de la propia cultura, amasada con el trabajo y
el arte de nuestros mayores, puede liberar a nuestras ciudades de estas
nuevas esclavitudes.
El Papa Francisco dirigiendo su mirada a los sacerdotes dijo que, no
tenemos que olvidar que nuestros modelos evangélicos son esta “gente”,
esta multitud con estos rostros concretos, a los que la unción del Señor
realza y vivifica. Ellos son los que completan y vuelven real la unción
del Espíritu en nosotros, que hemos sido ungidos para ungir. Hemos sido
tomados de en medio de ellos y sin temor nos podemos identificar con
esta gente sencilla. Ellos son imagen de nuestra alma e imagen de la
Iglesia. Cada uno encarna el corazón único de nuestro pueblo. “Nosotros,
sacerdotes, somos el pobre y quisiéramos tener el corazón de la viuda
pobre cuando damos limosna y le tocamos la mano al mendigo y lo miramos a
los ojos. Nosotros, sacerdotes, somos Bartimeo y cada mañana nos
levantamos a rezar rogando: «Señor, que pueda ver» (Lc 18,41)”.
Antes de concluir su homilía, el Santo Padre confesó que, cuando
confirma y ordena le gusta esparcir bien el crisma en la frente y en las
manos de los ungidos. “Al ungir bien uno experimenta que allí se
renueva la propia unción. Esto quiero decir: no somos repartidores de
aceite en botella. Ungimos repartiéndonos a nosotros mismos, repartiendo
nuestra vocación y nuestro corazón. Al ungir somos re-ungidos por la fe
y el cariño de nuestro pueblo. Ungimos ensuciándonos las manos al tocar
las heridas, los pecados y las angustias de la gente; ungimos
perfumándonos las manos al tocar su fe, sus esperanzas, su fidelidad y
la generosidad incondicional de su entrega”.
Que, metiéndonos con Jesús en medio de nuestra gente, el Padre renueve
en nosotros la efusión de su Espíritu de santidad y haga que nos unamos
para implorar su misericordia para el pueblo que nos fue confiado y para
el mundo entero. Así la multitud de las gentes, reunidas en Cristo,
puedan llegar a ser el único Pueblo fiel de Dios, que tendrá su plenitud
en el Reino.
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