Y de repente, todo cambió. Nuestra salud, nuestros
hábitos, nuestra economía, nuestra política, nuestra psicología, nuestro
horizonte temporal y existencial. Aún no hemos absorbido enteramente el
choque brutal que esto representa para nuestras vidas, en particular el
miedo a la enfermedad o la pérdida de nuestros seres queridos.
No estábamos preparados para una pandemia de estas
proporciones y con tal velocidad de propagación. La subestimamos cuando
apareció, incluido yo mismo. Hay esperanza de que podamos superarlo, al
menos en su dimensión sanitaria, como demuestra el hecho de que China y
Corea ya parece que han conseguido doblegar el contagio. Aunque China
tardó más de un mes en tomar en serio la epidemia por ignorancia
burocrática de los avisos que dieron los médicos de Wuhan, con el
sacrificio de la vida de uno de ellos.
Ahora sabemos que lo único que funciona para detener la
propagación es el aislamiento social. Así hicieron China y Corea con
métodos diferentes. Además de hacer pruebas a todo el mundo al menor
síntoma, que fue esencial en Corea. Invirtiendo masivamente desde el
principio en material sanitario. En España no pudimos hacer pruebas a
todos simplemente porque no había instrumental suficiente. Esto ha
cambiado, en parte mediante donación y compra de material, obtenido
sobre todo de China, que está mostrando una solidaridad internacional
que contrasta con otros países.
Claro que sólo nos veremos libres de esta plaga cuando
tengamos fármacos de ralentización del contagio y, después, una vacuna
eficaz. Vacuna que probablemente tendrá que aplicarse a la mayoría de la
población del planeta para poder consolidar las defensas que se vayan
generando en nuestro sistema inmune. Si bien la capacidad de mutación
del virus aún se desconoce.
Ahora nos damos cuenta de la importancia de la ciencia y la
tecnología para protegernos como especie de los desastres que nosotros
mismos hemos generado. Porque la difusión masiva de un virus originado
en un mercado de una ciudad china no puede entenderse sin la
globalización incontrolada en la que se basa nuestro sistema económico y
nuestra forma de vida.
La globalización, que ha dinamizado la economía
mundial y ha contribuido a la mejora de las condiciones de vida de una
cuarta parte de la población, también ha creado una interconexión para
cualquier proceso, sea el terrorismo, el cambio climático o epidemias
antes localizadas.
Vivimos en una red global de redes globales que estructuran
cada ámbito de la actividad humana. De modo que todo lo que pasa
funciona de acuerdo con una lógica de red, en que cada nodo se comunica a
múltiples nodos que a su vez amplifican las conexiones a otros tantos
nodos, lo que se llama small world phenomenon , en que un solo
nodo puede generar una gigantesca estructura dependiendo de su velocidad
de conexión.
Así funcionan las telecomunicaciones y así funcionan los
nuevos virus que se expanden sin control hasta que encontremos el
antídoto. Lo cual no previene los futuros virus que pueda haber, en
particular por transmisión de otras especies a los humanos (por eso no
deberíamos comer animales).
Y como la globalización implica continuos
movimientos de personas viajando de un continente a otro en pocas horas,
en un trasiego constante de actividades comerciales, burocráticas y
turísticas, la apertura de fronteras y relajación de controles que
implica la globalización hacen inoperantes los sistemas de protección
del pasado. De ahí la tentación de resucitar las fronteras y los
controles de todo tipo, desmintiendo la utopía liberal de “ciudadanos
del mundo”. Tal vez el orden liberal sea la primera víctima de esta
pandemia.
Más profundo aún es el cambio en lo personal. Nos vamos
dando cuenta, sin acabar de creerlo, como en una pesadilla, de la
fragilidad de nuestras vivencias. Rutinas instaladas en nuestro
cotidiano y que ahora añoramos con la desesperación de no haberlas
valorado en su simplicidad. La maravilla de vivir y de relacionarse
libremente que en estos momentos se convierte en una amenaza constante,
que vacía de sentido lo que hacemos, aunque consigamos mantener nuestra
sociabilidad por internet, cuya utilidad ahora apreciamos en su justo
valor.
Los problemas que se nos antojaban insoportables ahora
cobran su verdadera dimensión de pequeñeces ante la amenaza de perder el
trabajo, la enseñanza, la cultura, el respirar en un parque o mecerse
en las olas. So pena de perder la salud o ser sancionados por incívicos.
Porque sólo aceptando esas limitaciones podremos salir de esta crisis
multidimensional, en que el virus corroe nuestros cuerpos, nuestra
economía, nuestras aficiones y nuestras fantasías.
Saldremos, sí, pero no saldremos igual que entramos
en este tiempo de virus. Puede ser que tengamos que atravesar un largo
periodo de cambio de modelo de consumo. Pero también podría ser que
salgamos regenerados, recuperando el simple placer de vivir, anclados en
nuestras familias, nuestras amistades y nuestros amores.
Porque más
allá de la irritación normal de un largo periodo de encierro, son estos
sentimientos y nuestro apoyo mutuo lo que nos habrá sostenido. Tal vez
reaprendamos el valor de la vida y ello nos permita prevenir las otras
catástrofes que nos esperan si seguimos en nuestra carrera destructiva y
pretenciosa hacia no se sabe dónde ni por qué.
(*) Catedrático de Sociología, ensayista y ministro español de Universidades
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