CIUDAD DEL VATICANO.- Se cierra en Roma una cumbre antipederastia histórica e inédita a todos los niveles. Toda una solemne confesión pública de toda la Iglesia, presidida por Francisco, el Papa sin miedo. Juan Pablo II no vio, no quiso ver (o le ocultaron) la peste negra que asolaba a la Iglesia. Benedicto XVI
comenzó a luchar contra "la inmundicia" pero no se atrevió a ir hasta
el final, para no abrir en canal a la institución. Sólo Francisco,
titubeante en un primer momento, cogió la escoba y se puso barrer en
profundidad; el barrendero de Dios, a juicio del enviado especial de El Mundo de Madrid.
Presidida
por Bergoglio, en Roma se celebró una solemne liturgia penitencial. Con
todos los pasos exigidos en una confesión bien hecha. Primero, el
examen de conciencia. Con la presencia de las víctimas.
Dentro y fuera del aula. Las de fuera, criticando y espoleando con sus denuncias a los 114 presidentes de las conferencias episcopales de todo el mundo. Las de dentro (seleccionadas), con sus desgarradores testimonios, que hicieron llorar a muchos obispos.
Algunos nunca habían escuchado de cerca a las víctimas de los depredadores sexuales del clero. Otros, sí. Pero no es lo mismo escuchar a esas vidas rotas en un despacho episcopal que en una enorme aula y en presencia del Papa.
El dolor se concentra, la vergüenza conquista las conciencias y las lágrimas de dolor y de arrepentimiento fluyen. Y muchos obispos, dignos señores con muchos años y mucho recorrido en sus mochilas, lloraron como niños.
Un dolor sincero por los pecados horribles de sus curas a los que, según el Evangelio, "más les valiera atarse una rueda de molino al cuello y arrojarse al mar". Llanto también por su propia actitud y la de sus predecesores y compañeros en el episcopado.
Por mirar hacia otro lado, por querer lavar los trapos sucios en casa, por silenciar y tapar los abusos, por primar a los abusadores por encima de las víctimas y, encima, poniendo de excusa el escándalo de los inocentes.
En voz alta y rotos por el dolor, unos y otros dijeron los pecados al confesor, a su jefe, al Papa de Roma. En una confesión pública, para ponerse colorados de la vergüenza por sus enormes errores, pecados y delitos.
Y, además, por su fallo 'in vigilando'. Ellos impusieron las manos y ordenaron sacerdotes a muchos de estos depredadores, les colocaron como a zorros en el gallinero y dotaron de impunidad a sus crímenes. El círculo perfecto para los criminales.
Criminales de todo tipo. Unos parecen salidos, como el Nuncio en París, monseñor Luigi Ventura, que se dedica a tocar el culo a funcionarios jóvenes. Otros, auténticos depravados. Como el que "violó durante años y obligó a abortar tres veces a una mujer". O el que violó una niña de 11 durante años. O el que violó sistemáticamente a sus propios sobrinos... Más que psicópatas, cerdos.
Ante este calvario, es evidente que en la Iglesia hay lo mejor (misioneros, gente entregada) y lo peor. Con la salvedad de que corruptio optimi pessima (la corrupción de lo mejor es lo peor).
Lo peor en una institución que pasa por ser ejemplar, a la que le confiamos nuestros hijos desde pequeños y que pretende (con mayor o menor éxito) decirnos cómo tenemos que comportarnos.
¿Se han arrepentido de verdad los encubridores? ¿La jerarquía va a pasar de verdad de la cultura del encubrimiento a la de la transparencia o, puestos en evidencia por los medios (a los que algunos siguen acusando de orquestar una campaña contra la institución), no han tenido más remedio que agachar la cabeza y cubrirse de saco y ceniza?
Más que perdones, mea culpa y lágrimas (de cocodrilo o no), la prueba del algodón del arrepentimiento de la jerarquía eclesiástica será el cumplimiento de la penitencia. Es decir, justicia y reparación.
Colocar a las víctimas en el centro y por encima de los victimarios, por muy curas u obispos que sean. Opción preferencial por las víctimas, como la que la Teología de la Liberación consagró en favor de los pobres. Los abusados son los pobres de los pobres y sus vidas quedan rotas para siempre.
"Ante el misterio del Mal", el Papa se compromete a "proteger a los pequeños de los lobos voraces" a través de siete medidas concretas, con las que asume los criterios de la Organización Mundial de la Salud (OMS), para erradicar la pederastia y los abusos contra los menores en el mundo.
Y es que lo de las víctimas primero tiene que plasmarse fundamentalmente en dos cosas. Primero, denuncia inmediata de los delincuentes a las autoridades civiles. Sin demoras, sin dilaciones, sin pena ni miramiento, sin privilegios de casta clerical. Segundo, resarcimiento espiritual, moral, psicológico y económico.
Este último, fundamental. Cuando algunas diócesis españolas tengan que declararse en bancarrota porque no puedan pagar las indemnizaciones que pidan los abusados, los obispos redoblarán la vigilancia.
Cuando tengan que vender sus bienes, los fieles se les echarán encima. Pero, si realmente están arrepentidos, tendrán que demostrarlo de verdad. Incluso vendiendo sus palacios o sus catedrales, si hace falta. La penitencia del clero pasa por el bolsillo y por la cartera.
Y por la cárcel, cuando proceda. Tanto para los abusadores como para los encubridores. Nunca más, por fe y por justicia. Al final, sólo la justicia civil limpiará a la Iglesia, aliada de Francisco, el Papa sin miedo y el barrendero de Dios.
Dentro y fuera del aula. Las de fuera, criticando y espoleando con sus denuncias a los 114 presidentes de las conferencias episcopales de todo el mundo. Las de dentro (seleccionadas), con sus desgarradores testimonios, que hicieron llorar a muchos obispos.
Algunos nunca habían escuchado de cerca a las víctimas de los depredadores sexuales del clero. Otros, sí. Pero no es lo mismo escuchar a esas vidas rotas en un despacho episcopal que en una enorme aula y en presencia del Papa.
El dolor se concentra, la vergüenza conquista las conciencias y las lágrimas de dolor y de arrepentimiento fluyen. Y muchos obispos, dignos señores con muchos años y mucho recorrido en sus mochilas, lloraron como niños.
Un dolor sincero por los pecados horribles de sus curas a los que, según el Evangelio, "más les valiera atarse una rueda de molino al cuello y arrojarse al mar". Llanto también por su propia actitud y la de sus predecesores y compañeros en el episcopado.
Por mirar hacia otro lado, por querer lavar los trapos sucios en casa, por silenciar y tapar los abusos, por primar a los abusadores por encima de las víctimas y, encima, poniendo de excusa el escándalo de los inocentes.
En voz alta y rotos por el dolor, unos y otros dijeron los pecados al confesor, a su jefe, al Papa de Roma. En una confesión pública, para ponerse colorados de la vergüenza por sus enormes errores, pecados y delitos.
Y, además, por su fallo 'in vigilando'. Ellos impusieron las manos y ordenaron sacerdotes a muchos de estos depredadores, les colocaron como a zorros en el gallinero y dotaron de impunidad a sus crímenes. El círculo perfecto para los criminales.
Criminales de todo tipo. Unos parecen salidos, como el Nuncio en París, monseñor Luigi Ventura, que se dedica a tocar el culo a funcionarios jóvenes. Otros, auténticos depravados. Como el que "violó durante años y obligó a abortar tres veces a una mujer". O el que violó una niña de 11 durante años. O el que violó sistemáticamente a sus propios sobrinos... Más que psicópatas, cerdos.
Ante este calvario, es evidente que en la Iglesia hay lo mejor (misioneros, gente entregada) y lo peor. Con la salvedad de que corruptio optimi pessima (la corrupción de lo mejor es lo peor).
Lo peor en una institución que pasa por ser ejemplar, a la que le confiamos nuestros hijos desde pequeños y que pretende (con mayor o menor éxito) decirnos cómo tenemos que comportarnos.
¿Se han arrepentido de verdad los encubridores? ¿La jerarquía va a pasar de verdad de la cultura del encubrimiento a la de la transparencia o, puestos en evidencia por los medios (a los que algunos siguen acusando de orquestar una campaña contra la institución), no han tenido más remedio que agachar la cabeza y cubrirse de saco y ceniza?
Más que perdones, mea culpa y lágrimas (de cocodrilo o no), la prueba del algodón del arrepentimiento de la jerarquía eclesiástica será el cumplimiento de la penitencia. Es decir, justicia y reparación.
Colocar a las víctimas en el centro y por encima de los victimarios, por muy curas u obispos que sean. Opción preferencial por las víctimas, como la que la Teología de la Liberación consagró en favor de los pobres. Los abusados son los pobres de los pobres y sus vidas quedan rotas para siempre.
"Ante el misterio del Mal", el Papa se compromete a "proteger a los pequeños de los lobos voraces" a través de siete medidas concretas, con las que asume los criterios de la Organización Mundial de la Salud (OMS), para erradicar la pederastia y los abusos contra los menores en el mundo.
Y es que lo de las víctimas primero tiene que plasmarse fundamentalmente en dos cosas. Primero, denuncia inmediata de los delincuentes a las autoridades civiles. Sin demoras, sin dilaciones, sin pena ni miramiento, sin privilegios de casta clerical. Segundo, resarcimiento espiritual, moral, psicológico y económico.
Este último, fundamental. Cuando algunas diócesis españolas tengan que declararse en bancarrota porque no puedan pagar las indemnizaciones que pidan los abusados, los obispos redoblarán la vigilancia.
Cuando tengan que vender sus bienes, los fieles se les echarán encima. Pero, si realmente están arrepentidos, tendrán que demostrarlo de verdad. Incluso vendiendo sus palacios o sus catedrales, si hace falta. La penitencia del clero pasa por el bolsillo y por la cartera.
Y por la cárcel, cuando proceda. Tanto para los abusadores como para los encubridores. Nunca más, por fe y por justicia. Al final, sólo la justicia civil limpiará a la Iglesia, aliada de Francisco, el Papa sin miedo y el barrendero de Dios.
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