Eufemismos aparte (Santa Sede, Su Santidad el Papa, Vicario de Cristo…), resulta ya obsceno sostener que el Pontífice romano
y los obispos son una referencia moral para el mundo, si es que alguna
vez lo fueron desde que Constantino los encumbró como religión del
Imperio y una iglesia hasta entonces perseguida con saña se convirtió en
la religión perseguidora.
“De pronto, cuánta suciedad”, lamentó
Benedicto XVI hace diez años. Para entonces, ya se sabía que él mismo
había sido encubridor, enviando, incluso, una carta a los obispos que
ordenaba que actuasen en secreto y remitiesen a la Congregación para la
Doctrina de la Fe, que presidió cuando era el cardenal Ratzinger, todos
los casos de pederastia.
Por si había dudas (El País documentó certezas), el mismísimo
Francisco confirmó hace un mes, en el avión de regreso a Roma desde
Panamá, el episodio de encubrimiento más notorio. “El papa Benedicto tuvo todos los papeles sobre una organización religiosa
que tenía corrupción en su interior, económica, sexual. Pero había
filtros por los cuales no podía llegar al meollo. Con ganas de ver, hizo
una reunión. Después, fue allí [a ver a Juan Pablo II] con todos sus
papeles. Cuando volvió, dijo a su secretario: 'Archiva la carpeta, ganó
el otro partido'".
Francisco lo contó como “anécdota”. Resulta una categoría desastrosa.
Los documentos se referían a los Legionarios de Cristo y a su fundador,
Marcial Maciel. El prefecto de la Congregación para los Institutos de
Vida Consagrada, el cardenal João Braz, reconoció en enero pasado que el
Vaticano tenía los documentos desde 1943.
“Quien lo tapó era una mafia,
ellos no eran Iglesia”, sentenció. ¿Que no eran qué? ¿No era iglesia el
cardenal Castrillón cuando, siendo nada menos que prefecto de la
Sagrada Congregación del Clero, mandó en 2001 una carta a un obispo
francés regocijándose porque no había denunciado ante las autoridades
civiles a un cura que abusaba sexualmente de menores?
“Lo has hecho bien
y estoy encantado de tener un compañero en el episcopado que, a los
ojos de la historia y de todos los obispos del mundo, habría preferido
la cárcel antes que denunciar a su hijo sacerdote", le decía. La misiva
salió de Roma por indicación del ya santo Juan Pablo II y de Ratzinger,
según el propio Castrillón.
“No se castiga a un amigo del Papa”, justificaban. Efectivamente, Juan Pablo II consideraba “apóstol de la juventud” a Maciel, que, era un lince también para los negocios
(universidades, colegios, agencias…), solía colmar de dinero y regalos a
la corte del Papa cuando el carismático fundador pasaba por Roma.
Apenas muerto el papa polaco, Benedicto XVI desempolvó los documentos y
mandó al crápula, que tenía también hijos con varias mujeres, de regreso
a México con la orden de desaparecer.
Durante años, y aún hoy, la jerarquía católica ha creído que los
medios de comunicación, cuando informan sobre pederastas eclesiásticos,
lo hacen para hacer daño a la Iglesia romana.
“Saltaba a la vista que la
información no estaba guiada por la pura voluntad de transmitir la
verdad, sino que había también un goce de desairar y desacreditar”, dice
Benedicto XVI en el libro ‘Luz del mundo’ (Editorial Herder.
2010). Y peor. “Vedlos en guerra contra nosotros, una cosa del diablo”,
ha dicho el miércoles pasado, con su habitual majeza peronista, el
mismísimo Francisco. “No se puede vivir toda una vida acusando a la
Iglesia. ¿El oficio del acusador de quién es? No les oigo. Del diablo.
Los que pasan la vida acusando son no hijos, pero sí amigos, primos y
parientes del diablo”.
Fue un mal aperitivo de la cumbre, pero hubo más. No podía faltar un
cierto desprecio a la mujer, acrecentado con esa obsesión episcopal, del
Pontífice argentino en primer lugar, contra el feminismo, la ideología
de género y contra cualquier manifestación que se salga de la meliflua
referencia a la Virgen María. “Todo
feminismo termina siendo un machismo con faldas”, le matizó Francisco a
la primera mujer que habló ante el pleno de cardenales.
Se han escuchado críticas muy severas en la cumbre (“asesinos de la
fe”, dijo una víctima a los reunidos). Se ha rezado mucho. Algunos
ancianos cardenales han llorado. Pero las conclusiones son de
Perogrullo: que las leyes y normas están claras y solo falta cumplirlas
con el máximo rigor.
Si eso es todo, no es suficiente. El descubrimiento
de casos y las denuncias acaban de empezar y nadie podrá ya acallarlos.
La buena voluntad se supone; por lo demás, a estas alturas del
escándalo no les queda más remedio. Pero el problema es tan profundo
(“el cráter de un volcán”, define Ratzinger) que exige reformas de
fondo, quizás un sínodo o, incluso, un concilio universal.
Es toda la
Iglesia romana la que ha sido puesta en cuestión. Por ejemplo, no puede
sostenerse el tipo de enseñanza que reciben los seminaristas (el cáncer
alcanza sobre todo a los obispos, que antes fueron seminaristas). No es
razonable sostener la infalibilidad del Papa (¿quién se atreve a
contradecir a quien se siente Dios en la tierra?). No es saludable que
los sacerdotes se crean vicarios de Cristo con todo el poder.
Había un chiste en los años 50 del siglo pasado, cuando en España
empezaban a instalarse semáforos en algunas ciudades. “Cuidado con los
curas. No tienen la obligación de pararse”. La Iglesia que se cree “una
sociedad perfecta” (artículo uno del concordato con el Vaticano, aún
latente) transmite esa prepotencia a sus funcionarios.
Además, está el
secretismo interno, que se quiere imponer al exterior (por no hablar del
secreto de confesión por encima de la ley, que estos escándalos ponen
en cuestión), un secreto que la jerarquía impone más allá de la razón
política.
Por ejemplo, las negociaciones con el Papa para el
nombramiento de obispos, sobre los que el Gobierno español debe dar el
visto bueno, no hay manera de que dejen de ser secretas (“por ambas
partes”, exige lo concordado con el Vaticano en 1976), y los obispos no
solo no ceden, sino que avanzan.
Hace tres años arrancaron del Gobierno Rajoy que las Cortes ignoren
cuánto dinero recibe la Conferencia Episcopal de los Presupuestos del
Estado (256,2 millones este año), sin que los católicos pongan ni un
euro de su bolsillo.
Y la misma prepotencia y secretismo se exige a los
tribunales de Justicia, que no pueden molestar sin permiso eclesiástico
(si el delincuente es un obispo, la autorización será del mismísimo
Papa), a sacerdotes que hayan cometido delitos. Es obvio que la inmensa
mayoría de los eclesiásticos son honrados. Callado está dicho, aunque la
jerarquía no pare de recordarlo.
La crisis de credibilidad es tan
clamorosa que ya no bastan proclamaciones ni golpes de pecho. O
emprenden reformas profundas, como cuando Lutero les puso ante un espejo
igualmente horrible, hace apenas quinientos años, o el cráter se hará
cada vez más insondable.
(*) Periodista español
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