Al Papa Francisco
le duele el mundo y le atormenta su Iglesia. Y en fechas tan señaladas
como éstas, deja transparentar su dolor. Sabe que él sólo no puede
supurar las heridas ocasionadas por el capitalismo financiero
desenfrenado
que deja tirados en las cunetas de la historia a millones de seres
humanos, privados de la dignidad de personas.
(*) Periodista y teólogo español
Sabe que la codicia de los
especuladores se alimenta del dolor de la gente. Y sabe que, sin el
seguimiento de las bases, tampoco puede cambiar su Iglesia ni limpiarla a
fondo. Su revolución de la ternura necesita el apoyo de la gente y la ayuda decidida del Espíritu Santo.
Y en ocasiones como ésta de Navidad, cuando en el sistema linfático del orbe parece abrirse una rendija para el amor,
Francisco se reviste con la capa pluvial del profeta que quiere a su
pueblo. Le quiere tanto como para dar la vida por él.
Por eso, el
profeta Bergoglio denuncia el cáncer de la Humanidad y de la Iglesia y,
al mismo tiempo, anuncia la misericordia infinita del Dios que, como
buen padre, nunca deja solos ni abandonados a sus hijos. Y menos cuando más lo necesitan.
Zarandeada
y lastrada por las enormes olas provocadas por los abusos sexuales del
clero, la barca de la Iglesia hace aguas y, mientras muchos
obispos-príncipes siguen viviendo opíparamente como funcionarios de lo
sagrado, el Papa Francisco trata de taponar las vías de agua. En la Iglesia y en el mundo.
Y
tira, para ello, de su enorme y reconocida autoridad moral global. Y
desde el balcón de las bendiciones, como todos los años, ofrece al mundo
una clave de sentido. Un mensaje universal que este año centró
en la fraternidad, uno de los pilares (liberté, egalité, fraternité) de
la revolución francesa y, antes, el corazón del mensaje de Jesús, que se escenifica en el pesebre de Belén, la ciudad del pan.
Fraternidad
como única salida para caminar hacia un futuro en dignidad. Fraternidad
entre personas, culturas y religiones. Sin ella, se cierran los
horizontes e, incluso, los mejores proyectos "corren el riesgo de convertirse en estructuras sin espíritu".
Pero
no una fraternidad impuesta ni homogénea ni uniforme, sino la
fraternidad del mosaico, compuesto de muchos trozos de diversos y
diferentes colores. Cuanto más bellas sean las distintas teselas más
lucirá el mosaico. Un mosaico bello como una familia,
con miembros diversos, pero unidos por el amor y la fraternidad "entre
personas con ideas diferentes, pero capaces de respetarse y de escuchar
al otro". Porque, para el Papa, las diferencias no son un peligro, sino
una riqueza.
Y sólo desde la base de la fraternidad se
puede
alcanzar la paz, proclama Francisco. Y vuelve a repetir, como cada año,
como todos los años desde que es Papa, una idea que le taladra el alma:
la posibilidad de una tercera gran guerra mundial. Una guerra que sería
la definitiva. Una hoguera que abrasaría el planeta.
La
posibilidad de esta hecatombe atormenta el Papa, que parece obsesionado
con esta idea. Quizás porque tiene datos, procedentes de la enorme red
informativa de la Iglesia extendida por todo el mundo, de que la mecha está ya encendida.
Y
de hecho, la mecha humea en lo que Francisco llama "la tercera guerra
mundial a pedazos". Con focos muy concretos, que suele enumerar y que
este año se concretan en nombres martirizados de antiguo por la peste de
la guerra, como Palestina, Siria, Corea, Yemen o África, y otros
nuevos, como Ucrania, Nicaragua y Venezuela.
Fuegos
esparcidos por
doquier que no sólo causan dolor y muerte a los que los sufren en sus
propias carnes, sino que, además, pueden provocar el gran Armagedón. Y
todo por la codicia de los mercaderes de la muerte, que venden sus armas
para que otros se maten con ellas, se lucran con la desesperación de
los más pobres y babean de codicia.
Una
codicia que, según el Papa, seca el alma y como hiedra asfixiante ahoga
la fraternidad del corazón de los poderosos, creadores de un sistema
que descarta, mata y envenena. Para frenar a la bicha codiciosa,
condenada por el Maligno a vivir sin jamás saciarse por mucho que tenga y
acumule, Francisco opone el nuevo modelo de vida que trae un niño, el
Niño Dios.
Un
modelo vital basado, como en el belén, en compartir y no en devorar ni
acaparar. Un nuevo sistema que comience a brillar, basado en un "nuevo
amanecer de la fraternidad" en el mundo, y termine recorriendo "caminos de reconciliación".
Porque
sólo así se alcanzará la paz y se evitará el neocolonialismo
ideológico, cultural y económico, que no sólo tritura conciencias,
personas y pueblos, sino que, además, provoca y suscita hostilidad hacia
las minorías étnicas, culturales o religiosas. Y hasta su muerte, como
la de tantos cristianos en Oriente Medio o en Pakistán, por el mero
hecho de serlos.
Y Francisco concluye, antes de la bendición urbi et orbi,
pidiendo al Niño Dios que "proteja a todos los niños de la tierra y a
toda persona frágil, indefensa y descartada". Porque esos, los más
pobres y vulnerables son los preferidos de Dios.
Porque sólo con ésos, los vicarios de Cristo, la Iglesia volverá a recuperar la credibilidad dañada por la lepra de los abusos. Y, porque sólo así, los creyentes podrán decir con el evangelista: "Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad" (Lc 2,14).
Porque sólo con ésos, los vicarios de Cristo, la Iglesia volverá a recuperar la credibilidad dañada por la lepra de los abusos. Y, porque sólo así, los creyentes podrán decir con el evangelista: "Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad" (Lc 2,14).
(*) Periodista y teólogo español
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