domingo, 19 de julio de 2020

El papa Francisco y el concepto de belleza de Dostoyevski / Hernán Bernasconi *

Recordemos que Romano Guardini -teólogo y filósofo católico del siglo pasado de quien Bergoglio nutrió su pensamiento- considera al pueblo como “categoría mítica y no como la fría abstracción de un concepto”. Como realidad viva. Como una realidad en tensión, por su origen y vocación, por el lugar que ocupa en un mundo material. Pueblo -dice -es “la esfera propia y primigenia de lo humano, y es por su inclusión en ella que los hombres adquieren el carácter de pueblo. Y el pueblo así concebido está cerca de Dios”. (ver homilía Card. J.M. Bergoglio, Nosotros como ciudadanos, nosotros como pueblo. Hacia un bicentenario en justicia y solidaridad 2010-2016).

El hombre y la mujer de Fiódor Dostoyevski en San Petersburgo
Como afirma Romano Guardini, para ser parte del pueblo hay que entablar una relación de pueblo y persona, con la naturaleza y con el destino de ambos, con los buenos, los malos, los perversos, los asesinos, los honestos y los corruptos, todos coexisten en “el pueblo de Dios”, donde encontramos el mal, el dolor, el pecado, el bien, la belleza y la verdad, la ofensa y la humillación, la obediencia y la paciencia, caracteres existentes en todos los pueblos, y también en las mujeres y hombres de San Petersburgo, Rusia. Esta es la realidad que describe Fiódor Dostoyevski.
En Crimen y castigo, Demonios, Humillados y ofendidos y en la novela a la que remite el Santo Padre en su discurso de inauguración del programa “Universidad del sentido” titulada El idiota (1869), el autor traza los rasgos de los seres humanos y el valor de la belleza.

Lev Nikoláievich Myshkin, el príncipe ¿idiota?
El príncipe es el personaje central de esta novela, último descendiente de una noble familia rusa cristiana venida a menos de mediados del siglo XIX. En una muy densa trama también hay otro personaje central: Nastasia Filippovna. Señalaremos algunos momentos relevantes.
El joven Mischkin aparece viajando en tren de Suiza en dirección a San Petersburgo, a donde se dirige a fin de verificar la información de una presunta fortuna que le habría sido legada. En Suiza había vivido los últimos años para tratarse de la epilepsia que padecía desde niño. Tenía 26. Se dirige a la casa de los Yepánchines, con quienes mantiene un vínculo familiar lejano. Estos tienen dos hijas, una de las cuales, Aglaya, queda muy impresionada por su llegada. Ahí conoce también a Nastasia Filippovna, mujer de excepcional belleza y temperamento.
El carácter del príncipe es el de quien ha sufrido esa enfermedad en forma aguda y está recuperado. Muy lejos de ser un idiota en el sentido vulgar del término, deslumbra por su inteligencia y equilibrio emocional. Es un joven bello, de muy distinguida presencia, denota una gran despreocupación por los bienes de fortuna, acepta las bromas sobre su persona de buena gana, no se interesa por los negocios, es generoso y valiente a la hora de defender a una mujer; de hecho en dos escenas reacciona, en una defendiendo a Nastasia y en otra en la casa de un conocido, Ivolgin, que intenta agredir físicamente a su propia hermana, interponiéndose. Revela un profundo sentimiento del honor y admira el sostenimiento de las cosas elevadas como el valor de la perfección. Está claro que, dotado de un gran realismo, sabe distinguir los vicios de las virtudes sin hacer alarde. Dice Guardini de él que es particularmente “piadoso” y que en su piedad surge “lo otro” y surge la “veracidad” y la “belleza” personal. Condiciones que mantiene aún por el que le es hostil. Defiende el bien, dice y sostiene la verdad siempre y en todas partes y le son indiferentes las consecuencias. No le importa si le conviene o no le conviene. A propósito, cuando tiene que decidir entre Aglaya y Nastasia elige por la más inconveniente. Había quedado alucinado por la perfección de Nastasia (una belleza “insoportable”, pensó al observarla en un retrato y vio en su mirada algo), abusada de niña, entregada a un “protector”, prostituida con este y otros hombres inspiraba compasión. Vivió unas semanas con el príncipe y lo ama.
Él ama a Aglaya, hija de los Yepánchines, y ella a él. No obstante, le propone matrimonio a Nastasia impulsado por el amor piadoso y sincero que siente. ¿Acaso para salvarla? Nastasia acepta. Después duda a partir de considerar su propia mala reputación. ¿Puede desposarse con un ser tan piadoso? ¿Lo merece la casi sobrehumana bondad del príncipe? ¿El ascenso trascendente de la aceptación es para ella? ¿O debe redimir sus pecados?
Como si presumiera su destino minutos antes de la celebración de la boda, huye con un rico ex amante Parfén Rogochín, a quien desprecia: un hombre vulgar, enriquecido y enamorado de su belleza física.
En la fiesta de su cumpleaños comen y beben cuando Nastasia, en medio de la algarabía -donde también se encuentra el príncipe- avergüenza a Totski su protector y amante, humilla a Gavrila -otro admirador- mediante un juego y se va con Rogochín.
Al cabo de otros muchos sucesos, el príncipe regresa a donde ella está procurando salvarla de este turbio personaje, acaso intuyendo el peligro que se cierne sobre su vida, acaso por el recuerdo de un puñal con asta de siervo que observó con curiosidad en una mesa de la casa de éste. Finalmente, llegó y al ingresar al cuarto de Nastasia la vio cubierta con una sábana, asesinada.
“Había alguien dormido con un sueño perfectamente inmóvil; no se oía ni el menor susurro, ni la menor respiración. El durmiente tenía cubierta la cabeza con un lienzo blanco; pero sus formas se diseñaban vagamente” (Fiódor Dostoyevski).
Mischkin cayó nuevamente preso de su antigua enfermedad, y en medio de esas sombras, acompañado por un amigo de la familia Epanchin -el bueno y práctico Eugenio Pavlovich Radomsky- abandonó San Petesburgo para regresar a la clínica del doctor Schnaider.

¿Se puede ser un cristiano perfecto?
La pregunta que nos sirve de subtítulo le suscita a este cronista una respuesta. Es posible pero muy difícil que alguien llegue a ser un cristiano perfecto sin morir por eso, pero quien lo intente debe hacerlo sin que importen las consecuencias: entonces será mejor persona y su vida tendrá un sentido trascendente. Si lo intentan las multitudes, el mundo será sustancialmente otro. Ya lo dijo el cardenal Jorge Bergoglio: “Nosotros como ciudadanos, nosotros como pueblo”. Entonces la humanidad que anunció León Mitchkin a su paso por San Petesburgo podrá ser una realidad universal.


(*) Ex juez federal argentino

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