CIUDAD DEL VATICANO.- La misa final del sínodo sobre la familia ofreció este domingo una
escena que da la idea de cómo está el patio. El prefecto de Doctrina de
la Fe, el alemán Gerhard Ludwig Müller, máxima autoridad de la ortodoxia
católica, se largó sin saludar al Papa, lo mismo que el cardenal
Raymond Leo Burke, prefecto del 'tribunal supremo' vaticano, que va
diciendo que Francisco le va a echar por sus ideas y le destierra a
Malta. Luego Müller desmintió el desaire, como si fueran maldades de
periodistas, y explicó que ya le había saludado antes. Aún creyéndole,
lo curioso es que el incidente es verosímil, algo impensable hasta antes
del sínodo.
Se habla de la revolución de Francisco desde el primer día, por los
zapatos y cosas así, pero la real empezó en su primera rueda de prensa,
en el avión que volvía de Brasil en julio de 2013. El símbolo, aquel
titular histórico: «Si alguien es gay ¿quién soy yo para juzgarlo?».
Luego, en noviembre, publicó su primer documento oficial de calado, la
exhortación apostólica 'Evangelii Gaudium', donde advertía de que «los
preceptos dados por Cristo son poquísimos». Y apuntaba su auténtica
revolución: «La Iglesia puede llegar a reconocer costumbres propias no
directamente ligadas al núcleo del Evangelio, algunas muy arraigadas en
la historia que hoy ya no son interpretadas de la misma manera. No
tengamos miedo de revisarlas». Este es el núcleo subversivo de las ideas
de Bergoglio, que solo se ha marcado una línea roja ante el aborto y el
sacerdocio femenino.
Esa revisión ha arrancado este mes, el trance más decisivo hasta la
fecha del pontificado, con el sínodo extraordinario sobre la familia,
del 4 al 19 de octubre. Francisco ha salido vencedor de un pulso muy
duro, pero que aún no ha terminado. Durará un año, hasta otro sínodo
definitivo en el que será la batalla final. Los sínodos son congresos
periódicos de obispos de todo el mundo, un intento democrático impulsado
por las reformas del Concilio Vaticano II en los sesenta, que hasta
ahora no han servido para mucho. De hecho solo el segundo, en 1971, en
el que se abordó el celibato, suscitó un interés y una controversia
comparable al actual. Luego languidecieron, pero Bergoglio los ha
revitalizado.
El último ha estado marcado por tres rasgos nuevos: la
libertad de opinión, la transparencia de esas opiniones y el
consiguiente reflejo, sin censuras, de una fuerte división interna en la
Iglesia. En el resultado estriba el éxito de Francisco: ha quedado
patente, con números, que existe una mayoría favorable a aperturas en
cuestiones como el trato a los divorciados, las diversas formas de
familia ajenas al matrimonio católico y las parejas homosexuales. Asomó
en el sorprendente borrador del texto final, luego modificado.
En torno a estos hechos objetivos, se ha creado un juego táctico
ambiguo. El Papa, oficialmente, está por encima de las discusiones, pero
en realidad está pilotando el debate hacia los cambios. Por su parte el
Vaticano y el clero quitan hierro a las diferencias y hablan de
«diálogo fraterno», pero la verdad es que hay muy mal ambiente. El bando
tradicionalista, que se siente atacado, está plantando cara. A
cualquier precio, como revela la visita de algunos prelados
conservadores a Ratzinger para intentar ponerlo de su parte y contra el
Papa, aunque el Pontífice emérito les mandó por donde habían venido.
Fuera de la Iglesia los sectores conservadores ya miraban con alarma a
Bergoglio, pero ahora el frente es interno.
El debate, en esencia, es de 'misericordia' contra 'doctrina',
entendida por sus defensores como verdad inmutable. «No se puede dar la
impresión de que durante dos mil años en la Iglesia no ha habido
misericordia y que aparece ahora. Tiene sentido si va pareja a la
verdad», dice indignado el líder de los obispos polacos Stanislaw
Gadecki, que declaró «inaceptables» las aperturas del borrador del texto
sinodal. «Es un error escuchar más a la gente que la verdad de la fe,
no se puede poner todo en discusión», advierte el cardenal Velasio De
Paolis. «La verdad del Evangelio no puede mutar a nuestro placer, por
las llamadas exigencias pastorales», repite el cardenal Walter
Brandmüller. Pero, replica el presidente del Consejo para la Familia,
Vincenzo Paglia, «el cambio ha empezado, no hay vuelta atrás».
Las hostilidades se abrieron en febrero, cuando el cardenal alemán
Walter Kasper, histórico exponente progresista y apreciado por el Papa,
fue el encargado de abrir un consistorio que perfiló el debate. Propuso
permitir la comunión a los divorciados casados por segunda vez, una
reforma que, pese a parecer tímida, abre un grieta de efectos
imprevisibles en el andamio doctrinal. Se dibujaron los bandos y la
discusión tuvo un salto cualitativo cuando Müller, Burke y otros tres
cardenales publicaron un libro contra toda apertura. Fue la primera
operación de disenso abierto y oficial contra el Papa, un gesto que
hubiera sido insólito contra Juan Pablo II o Benedicto XVI. Aún más
viniendo del guardián de la doctrina oficial, supuesta mano derecha del
Papa, como Ratzinger lo era de Wojtyla. Pero es que Müller fue nombrado
por Benedicto XVI y heredado por Bergoglio.
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